
AMG editor, 2002. 160 páginas.
Memorias -o algo parecido- del escritor cubano Manuel Díaz, en el que cuenta con algunos saltos temporales como fue su vida bajo el régimen de Castro, su vida cuando emigró, y las relaciones con el gobierno cubano y otros escritores e intelectuales.
Hay anécdotas bien sabrosas sobre figuras de primer orden, y un retrato de como lo que empezó siendo una revolución que defendía la cultura se fue convirtiendo en una camisa de fuerza y un problema para cualquiera que no estuviera de acuerdo con el régimen.
Incluye también abundante documentación gráfica.
Muy bueno.
Veintiséis años más tarde, en 1982, hablé con Regino por última vez. Fue r n. su casa de Buenavista13, situada a dos manzanas de la de mis padres. Me recibió en la sala, entre biombos chinescos y sentado en un sillón de metal, los años habían hecho crueldades en aquel hombre que durante mucho r.empo dio la impresión de no envejecer. Ya casi no veía ni oía y le costaba rabiar. Pero la inteligencia y la elegancia le seguían siendo fieles. Se refirió, divertido, al último premio oficial, “otro más”, que le acababan de dar a ‘.Icolás Guillén, su bestia negra desde la época en que el partido comunista, rn el que militaba en los años 30, le reprochó el escepticismo que destila El . ~uelo de Yuan Pei Fu y le puso en las manos a Guillén el cetro de la poesía r roletaria. “Si a este muchacho”, se refería a Nicolás, “se le ocurre ponerse a la vez todas las medallas que le han dado, se va a hundir en la tierra, ¿ave?, ave? Espero, eeeh, que no se las echen en el sarcófago el día que se muera, porque no habrá, ¿ave?, ¿ave?, quien levante semejante peso”.
Y fue esa tarde, también centelleante como aquélla en que nos conocimos, cuando Regino me dio esta queja sin consuelo: “Toda la vida pensando me al llegar la vejez podría dedicarme a leer los libros que la vida con sus exigencias no me permitía leer, y llegar a viejo así, sin poder leer ni casi poder oír cuando me leen… Francamente, chico, nunca sospeché que esto sucedería, ¿ave?, ¿ave?, eeeh, nunca lo sospeché”.
Éste se mostró receptivo y preocu-r ado y nos prometió ponerle coto a la situación, incluso nos aseguró que si Valdés continuaba molestándonos lo devolvería sin más ni más a su lugar ¿e origen. Sin embargo, aunque la situación no cambió ni un ápice, lo que rizo Portuondo fue dejar fijo a Valdés como administrador del Instituto. En f ste contexto, una mañana, al llegar yo a su despacho, Lezama me lanzó esta enigmática pregunta: “¿Sabes si ya llegó el señor juez?” “¿Quién?”, fue mi respuesta. “El señor juez”, recalcó. “Perdone, maestro, pero no sé por quién me pregunta”, le dije sin salir de mi confusión. Y me replicó: “Por el doctor Portuondo, chico. ¿Es que tú no ves películas del Oeste? En los Oestes los granjeros van ante el juez a denunciar las tropelías de los cuatreros, pero resulta que el juez es el jefe de la banda”.
Otra escena que no olvido es la de Lezama, lloroso y demacrado, al pie de la recién cerrada tumba de su madre, recibiendo el pésame de sus amigos. Cuando le llegó el turno a Alejo Carpentier, éste le dijo en tono cariñoso mientras le estrechaba con fuerza la mano: “Tienes que serr fuerrte, Lezama, no te puedes derrumbarr”, a lo que el viejo poeta respondió entre lágrimas: «Alejo, tú sabes que nunca me he caracterizado por ser británico”.
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