Uno de estos poemarios de AMG tan pequeños y editados con tanto mimo y que tanto me gustan. En esta ocasión el contenido está muy bien, poemas que apelan a lo cotidiano, con imágenes directas pero efectivas, con las que es fácil empatizar.
Los vecinos, las maletas o la barba son protagonistas de reflexiones que siempre van más allá del concepto vulgar del que nace una reflexión que enlaza con los sentimientos personales y que siempre va un poco más allá.
Muy bueno.
EL PATIO DEL BAJO B
El patio del bajo B está sucio y abandonado;
hace tiempo que se fueron sus propietarios,
un matrimonio joven que acaba de separarse y ha puesto el piso en venta.
Pero no, no exactamente un matrimonio, al [parecer no estaban casados;
simplemente una pareja joven y prometedora como las de hoy en día,
él amable y cortés y muy serio,
ella siempre risueña y francamente guapa.
Todavía recuerdo el primer año que pasaron aquí, recién comprado el piso,
sobre todo cuando llegó el verano
y otra pareja de amigos vino a visitarlos.
A la hora de cenar sacaban la mesa al patio
(ese patio de hoy tan sucio y desolado)
y allí se quedaban los cuatro cenando hasta las tantas
charlando y bromeando; no paraban nunca de reír.
En esta casa en la que todo se oye
y máxime en verano, durmiendo con la ventana abierta,
se escuchaba el ruido de sus risas,
pero era un ruido que no hacía daño,
aunque durase hasta altas horas de la madrugada.
Aunque no me dejasen de dormir
me ponía de buen humor esa explosión de jovialidad.
Hasta entonces lo único que se había oído en la casa
era las recriminaciones de los de al lado
(ella no paraba nunca de hacerle a él reproches),
las riñas continuas de los del primero,
las disputas de la calle con sus gritos broncos en este barrio pobre.
No llegué a intimar con los vecinos del bajo B.
Nuestra relación fue siempre cordial pero distante.
Nunca fuimos amigos ni nada por el estilo.
Ahora los vecinos del bajo B se acaban de separar;
se ha roto esa joven pareja prometedora tan simpática.
Y, sin embargo, aunque nunca llegamos a ser amigos,
pienso que algo se ha roto en mi vida
cuando veo su patio sin barrer, cada día más sucio,
cuando pienso que en esta casa triste de este barrio pobre
ni siquiera en verano
se volverán a oír las risas de los del bajo B y sus amigos.
LA ÚLTIMA CARTA
Como cada día, al llegar a casa, abres el buzón
y encuentras la correspondencia habitual,
cartas del banco, recibos, propaganda,
cuatro líneas de algún amigo
o una postal de la familia, poco más.
Cada día, al volver a casa, esperas encontrar una carta definitiva,
fundamental, fuera por completo de lo cotidiano,
porque expresaría la esencia recóndita de lo cotidiano,
una carta que desentrañaría
la banalidad enigmática de la existencia,
el sentido inasible del mundo.
Cada día, al regresar a casa, esperas hallar en el buzón una carta
portadora de un mensaje cifrado
que contendría la clave de las cosas,
como si la hubiesen enviado desde el infinito
y en ella estuviese grabado tu verdadero nombre,
tu secreto y el de todos.
Y cada día, al llegar a casa, compruebas, otra vez compruebas
que la carta que esperas no la han enviado,
porque nadie se ha tomado la molestia de escribirla
o, si la escribieron, el cartero la extravió
y no está en el buzón.
No, nunca llega la carta que estás esperando,
que, de tan habitual como ha llegado a ser en ti esta espera,
ya no recuerdas desde cuándo empezaste a esperar,
y ni siquiera sabrías decir bien qué es lo que esperas,
si es que verdaderamente algo estás esperando.
Pero, con todo, pese a las sucesivas decepciones,
cada día otra vez vuelves a abrir el buzón
al llegar a casa
como si allí estuviese aguardando,
aguardando al fin,
la carta remitida desde el infinito.
Y esta espera,
esta espera cotidiana, esta terca espera,
esta espera defraudada, siempre defraudada
y, con todo, indesarraigable,
es la vida.
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