En este país tenemos a uno de los mejores periodistas de ajedrez del mundo, Leontxo García, que une a su pasión por el juego un enorme talento para la divulgación y un oficio que le ha llevado a conocer y tratar a los mejores jugadores del mundo. Solía leer sus artículos y escucharle en la radio y tenía ganas de leer este libro.
En él hace un recorrido ecléctico y algo desordenado de varios aspectos del juego del ajedrez, divididos básicamente en tres partes. En la primera examina algunos misterios como la respuesta a si es o no un deporte, por qué las mujeres juegan peor -y averiguar si es verdad- o si existe dopaje.
La segunda está dedicada a su gran pasión y bandera: la defensa del ajedrez como herramienta para estimular la mente, para ayudar a los niños a entender las matemáticas e incluso para reinsertar a presos en la sociedad. Muchas veces le he escuchado hablar de este tema y siempre me ha parecido que puede que sí, que funcione, pero que los estudios que traía a colación eran pobres e insuficientes. Y muestra de la honestidad del autor es que, a pesar de estar convencido de lo contrario, incluye una amplia entrevista a Fernand Gobet, maestro internacional y profesor de psicología que ha estudiado el juego ampliamente y que opina lo siguiente sobre los estudios que defienden la postura de Leontxo:
: Sí, y lo cierto es que el 90% de estos artículos no tenían ningún tipo de datos. Se trataba de personas diciendo «el ajedrez es fantástico, he participado en un proyecto en el colegio, etc.», pero no tenían datos, así que no podíamos sacar conclusiones. Luego, de los diez estudios que quedaban, unos cinco tenían deficiencias (incluido alguno de Ferguson), por lo que no se podía confirmar nada basándonos en ellos. Y luego había otros cinco buenos, pero no se pueden sacar conclusiones a partir de cinco artículos. Yo diría que el mejor hecho de ellos sacaba como conclusión que no había ningún efecto positivo del ajedrez sobre el rendimiento académico o el desarrollo de la inteligencia. Lo que sí es cierto es que, cuando se da a los niños actividades a elegir, los más inteligentes eligen el ajedrez, mientras que otros eligen el fútbol u otras actividades.
El libro se cierra con una narración de los diferentes enfrentamientos entre humanos y máquinas, desde los primeros balbuceos electrónicos hasta la publicación del libro, momento en el que las máquinas ya habían conseguido derrotar a los grandes maestros. Ahora mismo un programa de móvil es capaz de vencer a cualquiera y los avances de Alpha-Go han conseguido que un algoritmo que juega contra sí mismo, sin bibliotecas de aperturas ni conocimiento estratégico sea capaz de vencer a cualquiera, humano o máquina.
Pero aunque hay alguna pincelada aquí o allá, he echado de menos las historias desde dentro, porque Leontxo conoció en persona a Bobby Fischer, fue amigo de Kasparov, conoce todo lo que pasaba en los pasillos en las competiciones rusas, ha seguido a figuras como Carlsen desde que comenzaban a despuntar… y yo esto lo sé porque lo conozco, pero en el libro no aparece. El día que publique sus memorias, ahí estaré yo para leerlas. Mientras tanto me conformo con seguirlo y reirme cada vez que veo su meme:
Muy recomendable.
Un caso especialmente triste es el de Akiba Rubinstein (1882-1961), un jugador maravilloso que produjo muchas obras de arte y que merece ser incluido en la lista de campeones del mundo sin corona. Sorprende mucho que un ajedrecista tan brillante, cuyo estilo incita a pensar en una mente ágil y muy bien organizada, fuera en realidad patológicamente tímido y retraído, y que sufriera un complejo de persecución entre otros males que arruinaron su vejez. Tras hacer su jugada, Rubinstein solía sentarse muy discretamente en un lugar alejado de su mesa «para no molestar al rival». Sus llamativas rarezas se convirtieron en enfermedades graves (esquizofrenia y antropofobia) que le atormentaron durante sus últimos 30 años. Las revistas Wiener Schachzeitung y British Chess Magazine publicaron dramáticos llamamientos en 1933 para ayudar a Rubinstein, que pasaba hambre en Bruselas. Quizá su locura y estado de postración total es lo que le libró de los nazis (era judío). La situación empeoró aún más desde la muerte de su esposa, en 1954, hasta la suya, en un sanatorio de Amberes. Como en los demás casos de genios malogrados, para compensar tanta tristeza nos quedan sus maravillosas partidas.
Por fin nos vimos, en secreto, en la primavera de 1991, comiendo juntos en un hotel cercano al aeropuerto de Fráncfort, junto a Chérem y un empresario catalán, José Ignacio Borés, quien intentaba convencer a Fischer de que jugase la revancha contra Spasski durante la Expo 92 de Sevilla, donde Borés tenía excelentes contactos. Fischer me saludó con educada frialdad. Después del primer plato, sacó un tablero de bolsillo y decidió ponerme a prueba y aclarar si yo era realmente un ajedrecista convertido en periodista —y, por tanto, había probabilidades razonables de que mantuviese la confidencialidad exigida— o un impostor que intentaba engañarle para lograr una exclusiva a toda costa. Ese fue uno de los mayores golpes de suerte de mi vida, porque la posición que me puso en el tablero correspondía a una partida que yo me sabía de memoria. Y le dije: «Esta es su partida con el español Arturo Pomar, Olimpiada de Ajedrez de La Habana, 1966, que usted ganó de esta manera». Y reproduje las jugadas siguientes. A partir de ahí, el trato de Fischer hacia mí se hizo mucho más amable, y lo primero que comprobé fue su enorme amor al ajedrez. El punto de ira contenida que se notaba en sus palabras cuando conversábamos sobre otros temas —propio de alguien que se siente injustamente tratado por el mundo—, desaparecía y se transformaba en un tono suave y armónico cuando hablaba de una partida o mostraba variantes en el tablero.
Tras el almuerzo y la larga sobremesa, yo era el hombre más feliz del mundo, pero esa alegría total, sin matices, iba a dar paso pocas horas después a una experiencia triste y traumática. Los cuatro fuimos a cenar a la parte vieja de Fráncfort, y, aparte de las enormes dificultades para convencer al genio de Pasadena de que reapareciese tras 19 años de silencio, todo seguía yendo muy bien. Después de la cena, Fischer y yo nos separamos de Chérem y Borés, y paseamos a solas por las calles. Él empezaba a confiar en mí, y entonces descubrí su faceta más espantosa: su racismo, y especialmente un odio patológico a los judíos, motivado probablemente por traumas que sufrió en la infancia y por sus amistades filonazis durante su estancia en Alemania. Pero es que, al mismo tiempo, durante ese paseo, Fischer también me demostró que era verdad lo que yo había leído: según el instituto Erasmus Hall, de Estados Unidos, que le había hecho un test de inteligencia, su cociente intelectual era superior al de Einstein; efectivamente, sus análisis de la política internacional de aquel momento, con el mundo convulsionado por la desaparición de la Unión Soviética, eran sumamente brillantes, profundos y certeros. De modo que esa fue una de las poquísimas noches de mi vida que yo he dormido muy mal, porque me parecía imposible que un ser tan inteligente pudiera tener una faceta tan horrible al mismo tiempo. Pero, tras muchas dudas que me atormentaron durante semanas, llegué a la conclusión de que solo una enfermedad podía explicar eso y que merecía la pena mantener la relación con él.
Nos vimos de nuevo unos meses después, en julio de 1991, en un hotel de Los Ángeles, en compañía de mi esposa e hijo, y el empresario andaluz Luis Rentero, creador del Torneo de Linares, quien intentaba lo mismo que Borés. Pero cenamos a solas, y de manera muy abundante porque a él le encantaba comer mucho. Ambos estábamos de acuerdo en el gran placer que supone compartir una buena mesa en compañía grata y con una conversación interesante. Entonces descubrí su faceta más infantil, y aún recuerdo con qué emoción y candor me contó su visita a la isla de Komodo, en Indonesia, que es uno de los dos únicos sitios del mundo donde se pueden ver dragones vivos. En ese momento, mi hijo, Mikel, tenía cuatro años y, viendo a Fischer tan emocionado con ese relato, me parecía estar escuchando a Mikel. En esa cena también comprobé que, cuando no hablábamos de judíos o de racismo, era una persona sumamente interesante y, además, adorable.
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