Leonard Michaels. Los cuentos.

mayo 21, 2019

Leonard Michaels, Los cuentos
Lumen, 2010. 580 páginas.
Tit. Or. The collected stories. Trad. Aurora Echevarría Pérez.

Incluye los siguientes cuentos (son cuentos completos, así que hay muchos):

El maniquí
Chico de ciudad
Tibias cruzadas
Palos y piedras
El trato
Indicios
Haciendo cambios
Müdred
Los dedos de las manos y los pies
Isaac
Un pensamiento verde
Finn
De aquí para allá
Los habría salvado si hubiera podido
Historias de Nachman
Asesinos
Comer fuera
Tener suerte
Cuentistas, mentirosos y pelmazos
En los años cincuenta
Reflexiones de un joven salvaje
Depresivos
El jardín de Trotski
El sombrero de Annabella
Los habría salvado si hubiera podido
Hola, Jack
Algunos se rieron
El capitán
De Miscelánea
Diario
De Sentir estas cosas y Una chica con un mono
Luna de miel
Una chica con un mono
Cuéntamelo todo
Viva La Tropicana
Nachman
Nachman de Los Ángeles
Nachman en las carreras .
La penúltima conjetura ..
Nachman ardiendo
El misterio no tiene fin
Criptología
Un pensamiento verde

Caracterizados por una extraordinaria libertad en lenguaje y estructura, unos temas en ocasiones gamberros y subidos de tono y unos personajes a veces al margen de la sociedad o simplemente diferentes.

Leí esta reseña Luna de miel y no puedo estar más en desacuerdo. Me han encantado prácticamente todos y hay verdaderas joyas -dejo abundantes muestras al final). Más de acuerdo estoy con esta:Si Kafka hubiese llegado a viejo. Un gran escritor.

Muy recomendable.

Grité; ella entró corriendo. Se la señalé. «¿Por qué está verde?» Se tapó la boca. «¿Por qué está verde?», chillé. Ella respondió… «¡Una infección de Vatchinol!», grité. Susurró… «¡Una medicina verde!» No dejaría que se lo tomara a la ligera; la aparté de un empujón. «¡No te lo tomes a la ligera!» Cogió una toalla. No dejaría que me la limpiara. «¡Ni se te ocurra limpiarla!» Me vestí lo más rápido que pude, solté una carcajada irónica, me largué dando un portazo… Escalones del metro, expreso al centro, ciento treinta kilómetros por hora. Calor, frío, náuseas. Aun así, aun así, aun así. No había sido como la última vez, pelea, pelea y caída: besuqueolameteosfolleteo. Comprobé mi bragueta. Hermética a la luz. Pero noté el verde y desvié la mirada.

Dixie
En su buzón se leía «Richard Ikstein». Sus visitantes nocturnos lo llamaban Dixie. Con toda clase de acentos, norteamericanos y extranjeros, a veces riéndose, otras serios. Cuando caía nuestro techo temblaba. Llovían láminas de pintura sobre nuestra cama. Ella me abrazó y trató de entablar conversación. «Son los últimos románticos.» Él suplicaba ayuda. «Si tanto te va el romanticismo, ¿por qué no te haces puta?», dije. Me volví bruscamente, puse la radio, encontré una voz y subí lo bastante el volumen para interferir con las súplicas. No podíamos oír lo que decía, solo los sollozos y los gemidos. Cuando dejó de caer, nuestra cama estaba cubierta de pintura y polvo de yeso. Estábamos demasiado cansados para levantarnos y sacudir las sábanas. Por la mañana vi la sangre en las almohadas. «También tienes en la cara —dijo ella—. Has dormido boca arriba.» Estaba a favor de la liberación de toda clase, pero me vestí en silencio, con una cólera contenida, y corrí escaleras arriba. «Mírame la cara, Ikstein», grité aporreando su puerta. Se abrió. La policía lo arrastraba hasta una camilla. Les enseñé el techo y las almohadas manchadas de sangre. Era obvio, pero tuve que explicarlo. Les hablé de las visitas de Ikstein, de cómo suplicaba y sollozaba. La policía tomó nota. Ella lloró cuando se fueron. Lloró toda la mañana. «El Estado es el mayor logro humano —dije—. Hegel tiene razón. El Estado es el único logro humano.» «Si tanto te gusta el Estado, ¿por qué no te haces policía?», dijo ella.

El número correcto
En el piso de abajo vivía una chica. Nos hicimos amigos. Yo iba a verla a todas horas, temprano o tarde. Ella abría la puerta y no encendía la luz. Me desvestía en la oscuridad, me deslizaba a su lado, me enroscaba y ella se acoplaba a mí. Ella no trabajaba, no tenía nada que hacer, nadie la esperaba en ningún lugar. Le llegaba dinero a su buzón. Tenía el cuerpo de una puta de Goya y la cara de un Botticelli. Era alta y pálida, con el pelo rubio y ondulado. Yo llamaba a su puerta y ella me dejaba entrar. Sin preguntas. Hablábamos deprisa y nos movíamos de la cama a las sillas al suelo. A veces le pellizcaba el muslo. Una vez me tiró encima una taza de café. Al final tuvimos relaciones sexuales. Hicimos muchas bromas y ella se tumbó de espaldas. Yo traté de ser delicado. Ella se sacudió de forma halagadora y gimió. Más tarde me preguntó con cuántos hombres creía que había estado. Dije diez. Ella dijo que con quince.
¿Qué te parece? Suena más depravado de como me siento. Después del turco, ella comprendió el Imperio otomano. Dijo que la gente la creía maniacodepresiva. Pero no era cierto. Tenía buenos motivos para sentirse como se sentía. Los alemanes son más juguetones de lo que te imaginas. El número correcto es siete u ocho. Parecen muchos pero no suena depravado. Es verosímil. Una chica no debería decir siete u ocho, y luego describir veinte. ¿Y si dijera más de diez y menos de veinte? ¿Qué te parecería? Un fin de semana hubo seis. Contaron como uno. ¿Cuántos años me echas? ¿Veintiocho? Solo tengo veintidós. Con A, es una manera de hacer algo de la nada. Con B, es una forma de conversación. Con C, es dejarle creer algo acerca de sí mismo. Con D, es un error. He tenido diecisiete. La gente cree que he tenido cincuenta o cien. ¿Quiero cincuenta o cien? No. Quiero veinticinco. Veinticinco o treinta. ¿Te acuerdas de mi cara? Creo que es demasiado putona. Los indios son los más agradables. Los negros no te hablan después. Me violaron cuando era niña. Luego di vueltas y vueltas por la manzana en mi bicicleta hablando conmigo misma en voz alta. Toda mi vida he tratado de impedir que las cosas se me escaparan de las manos, pero soy yo la que se escapa. No funciona nada. Nada. Me gustas muchísimo, dije, probemos otra vez. Fui delicado. Ella se sacudió de forma halagadora y gimió. Al día siguiente llamó a mi puerta con un bonito traje de lana gris y zapatos de tacón. Se había lavado y arreglado el cabello. Se la veía pulcra, inteligente, extraordinariamente guapa. Dijo que iba a una entrevista de trabajo para tener algo que hacer. La abracé y la besé para desearle buena suerte. De algún modo se colocó de espaldas. Lo hicimos. No fui delicado. Ella contorsionó la pelvis y gritó con furia. Yo también.

Ser moral
«Tengo un problema —dijo ella—. Estoy obsesionada con pensamientos triviales. Cuando me cepillo los dientes pienso en la gente que pasa hambre. Aun así estoy decidida a cepillarme los dientes porque es algo moral. Pero cepillarme los dientes me da hambre. Como, me los cepillo, como, me los cepillo. Tengo miedo de que alguien tenga que incrustarme una bala en la cabeza para salvarme de mí misma. Actuar moralmente es un lujo, ¿no? No, lo es preguntarlo. Por eso me dedico a robar, follar y drogarme.»

Los escritores mueren dos veces, primero sus cuerpos y luego su obra, pero aun así escriben libro tras libro, como pavos reales desplegando su cola, una magnífica explosión de color que no tarda en arrastrarse por el polvo.

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