Pálido fuego, 2013. 166 páginas.
Tit. Or. Spurious. Trad. José Luis Amores.
Los protagonistas son dos amigos. Uno que se llama como el autor y otro escondido bajo la inicial W. El libro es un relato de varias conversaciones y alguna que otra anécdota narrada de una manera bastante inusual. Se nos cuenta lo que dice W. pero lo narra Lars. Ejemplo ‘Naturalmente, yo debería quitarme la vida, dice W.’.
Los temas son la literatura, el fin del mundo, las críticas constantes a la capacidad de Lars por parte de W., Kafka, Béla Tarr, la humedad indestructible de la casa de Lars, algunos viajes, las ideas, el misticismo, la trascendencia y la decadencia. Más o menos.
Lo he disfrutado pero afirmar, como se dice en la contraportada, que es ‘Brutalmente divertido’ es pasarse un poco. Ignoro qué entiende ese crítico por diversión, pero que no me llame para salir un sábado por la noche. El resto de críticas elogiosas se entienden perfectamente: como sátira de unos presuntos intelectuales todo el mundo se apresura a demostrar que tiene la capacidad de reírse de sí mismo.
Bueno, pero no es para tanto.
¿Cuál de nosotros es Kafka y cuál Brod?, elucubra W. Ambos somos Brod, dice, y eso es lo penoso. Brods sin Kafka, y qué es un Brod sin un Kafka.
Ambos somos Brod, dice W., el uno para el otro. Cuando un asno examina los evangelios, ningún apóstol vuelve la mirada; cuando Brod examina a Kafka, únicamente es Brod quien vuelve la mirada. W. me dice que yo soy Brod, aunque él también es mi Brod.
Yo soy un idiota, pero él es el mío, y de ahí que compartamos nuestra alegría y nuestras risas, cuando nos despertamos cada día en la mañana de nuestra imbecilidad, restregándonos el sueño de los ojos y desperezandonos.
W. me recuerda la lección hasídica que Scholem narra hacia el final de su gran estudio sobre el misticismo judío.
Cuando se enfrentaba a una gran tarea, el primer rabino, de quien poco se sabe —su nombre y los detalles de su vida permanecen envueltos en un velo de misterio—, iba a cierto lugar en los bosques, encendía un fuego y meditaba en oración; y lo que quería conseguir se cumplía.
Una generación después, el segundo rabino —se desconoce su nombre, y sólo han trascendido unos pocos detalles sobre su vida—, al enfrentarse a una tarea de similar dificultad, iba al mismo lugar en los bosques y decía, «Ya no sabemos encender el fuego, pero todavía podemos orar». Lo que quería conseguir se cumplía.
Pasó otra generación, y el tercer rabino —cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, aunque sigue siendo, a pesar de ello, una figura legendaria— fue a los bosques y dijo, «Ya no sabemos encender el fuego, ni conocemos las meditaciones secretas propias del orador. Pero conocemos el lugar apropiado en los bosques, y eso debe ser suficiente». Y lo que el rabino quería conseguir se cumplió.
Pasó otra generación, y quizá otras más, quién sabe, y el cuarto rabino —su nombre es bien conocido, y todavía vive entre nosotros—, enfrentado a una difícil tarea, simplemente se sentó en su sillón y dijo: «No sabemos encender el fuego, no sabemos rezarlas oraciones, no conocemos el lugar, pero podemos contar la historia de CÓIT1O se Inicia en-
tonces». Y eso también fue suficiente: lo que quería conseguir se cumplió.
Hubo un quinto rabino que Scholem olvidó; bueno, en realidad no era un rabino, dice W. Se llama Lars, y de él sabemos demasiado. Olvidó dónde estaban los bosques, e incluso que tenía una tarea que cumplir. Sus oraciones también cayeron en el olvido; y si meditaba, lo hacía sobre el destino de Jordán y Peter André. Terminó prendiéndose fuego a sí mismo y a su amigo W. con las cerillas que llevaba encima y los bosques ardieron hasta las raíces. Y después el fuego se propagó al mundo entero, los océanos hirvieron y el cielo quedó arrasado por el fuego y fue el fin del mundo.
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