Una pareja se muda a un pueblo animados por una misteriosa organización en un mundo que parece estar desintegrándose.
Me costó horrores acabarlo; ni me interesaba la historia ni la prosa. Y eso que el ambiente -pueblo con pocos habitantes en un ambiente ligeramente postapocalíptico- podía haber dado mucho de sí. Hay alguna escena interesante, pero son las menos.
Enrique vive encima del bar. Desde el interior oscuro de su local, unas escaleras de madera suben hacia el primer piso. Los techos son bajos, dan sensación de agotamiento, pero el interior es cálido. Enrique ha quedado con Nadia allí arriba y ha dejado la puerta del bar abierta. Sobre las siete de la tarde, con un sol tardío que alumbra de naranja el dorso de sus manos, Nadia atraviesa la puerta del granero. Sorbe el olor a queso viejo y a vino mientras oye el ruido de sus botas. Imagina animales, mayormente roedores y arácnidos, durmiendo en las esquinas, tras las mesas plegadas y las sillas. No se mueven, sus ojos no brillan. Probablemente no existan. Agarra fuerte la escalera y sube. Cuando su cabeza emerge por el hueco siente que ha entrado en un mundo distinto a todo lo que recuerda.
Enrique la está esperando en una especie de sofá pequeño, o de sillón grande, y fuma en pipa. Tiene un libro en las rodillas pero Nadia no alcanza a verlo desde el agujero. La casa es un único espacio que ocupa toda la planta, una alfombra de pelo claro tapa la mayor parte del suelo, y las ventanas, las vigas y los muebles son de madera oscura. Nadia se encarama y se pone de pie, con solo alzar un poco el brazo a unos centímetros de su cabeza
tocaría las vigas. Le gusta, acaba de entrar en la madriguera de un hombre desconocido de cuya intimidad no podía imaginarse el orden. Observa: en una esquina, bajo una ventana, hay una pequeña cocina y parece que el techo sube un poco en ese sitio, probablemente Enrique tenga que andar agachado por el resto de la casa. La cama, una tarima en el suelo, con un cabecero tallado, el armario, las dos sillas y la mesa baja con la superficie de mármol, todos son muebles singulares, antiguos, de buen gusto, robados de alguna parte, no nacidos para esa buhardilla. Nadia muestra asombro mientras mira alrededor, y Enrique efectivamente se acerca a ella con la cabeza un poco inclinada y los hombros encogidos. Gigante de madriguera.
La mujer se fija por fin en el motivo de su visita, la pared de atrás está cubierta por hileras de libros. La estantería es como un árbol: ni las baldas ni las maderas que las atraviesan están limadas, son ramas con nudos y círculos de edad, es como si hubieran construido el hueco para los libros dentro de un árbol centenario en vez de sacar de él madera para unos estantes. Enrique toca suavemente el hombro de Nadia en señal de bienvenida. Se acerca a la pequeña cocinilla y desde allí le pregunta si quiere un té, alguna otra infusión o un café, pero Nadia dice no, gracias. Entonces tengo algo que creo que te gustará más. Qué es. Ron. Un ron artesanal que me traen. Eso sí, perfecto, nunca he tomado ron artesanal. Enrique saca de la alacena dos vasos cortos y una botella que contiene un líquido turbio y dorado y cuando pone la botella encima de la mesita Nadia se da cuenta de que el oro del ron acaba de sustituir al sol, ya desaparecido en el horizonte. Tiene calor y se quita la chaqueta y una rebeca gruesa que lleva debajo.
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