Ken Liu. El zoo de papel.

octubre 2, 2020

Ken Liu, El zoo de papel

Incluye los siguientes relatos:

Acerca de las costumbres de elaboración de libros en determinadas especies
Cambio de estado
Como anillo al dedo
Buena caza
El literomante
Simulacro
La regular
El zoo de papel
Manual comparativo ilustrado de sistemas cognitivos para lectores avanzados
Las olas
Mono no aware
Breve historia del túnel transpacífico
El maestro de litigios y el rey mono
El hombre que puso fin a la historia: documental
Todos los sabores

Decir que la calidad es desigual no es decir nada, pero es que nos encontramos cuentos muy obvios al lado de otros muchísimo mejores. Un ejemplo de los primeros es Como anillo al dedo donde un google y un facebook mal disimulados son combatidos de manera torpe por una pareja. Sin embargo otros como El zoo de papel sí que saben jugar en el terreno intermedio entre lo fantástico y lo emocional, contando una historia cotidiana en la que lo extraordinario asoma la patita.

Pero incluso los que son buenos flojean en algún aspecto, la resolución, partes de la historia… he disfrutado con la lectura de estos relatos pero siempre he tenido la sensación de que podrían haber ido un poco más allá, o tener un fin más redondo.

Otras reseñas: El zoo de papel y El zoo de papel.

Recomendable.

Uno de mis recuerdos más tempranos arranca conmigo sollozando, negándome a tranquilizarme hicieran lo que hicieran mis padres.

Mi padre se dio por vencido y abandonó la habitación, pero mi madre me llevó a la cocina y me sentó a la mesa del desayuno.

«Kan, kan», dijo, mientras cogía un trozo de papel de envolver de encima de la nevera. Mi madre llevaba años abriendo con todo cuidado los envoltorios de los regalos navideños y guardándolos encima del frigorífico, en una alta pila.

Colocó el papel sobre la mesa, con la cara en blanco hacia arriba, y empezó a plegarlo. Yo dejé de llorar y la observé con curiosidad.

Ella giró el papel y lo volvió a doblar. Plisó, presionó, metió esquinas en dobleces, enrolló y retorció hasta que el papel desapareció en el hueco formado por sus manos. Entonces se llevó a la boca el paquete de papel plegado y sopló en su interior, como en un globo.

«Kan, dijo, laohu». Apoyó las manos sobre la mesa y lo soltó.

De pie sobre la mesa había un pequeño tigre de papel, del tamaño de dos puños uno junto a otro. La piel del tigre era el dibujo del papel de envolver: fondo blanco con bastones de caramelo rojos y árboles de Navidad verdes.

Alargué la mano hacia la creación de mi madre. El animal meneó la cola y saltó juguetón hacia mi dedo. «¡Grrr-frufrú!», gruñó, con un sonido a medio camino entre el de un gato y el del roce de las hojas de un periódico.

Me eché a reír, sorprendido, y le acaricié el lomo con el índice. El tigre de papel tembló bajo mi dedo, ronroneando.

«Zhe jiao zhezhi», dijo mi madre. Esto se llama origami.

Aunque yo todavía no lo sabía por aquel entonces, el origami de mi madre era un tanto especial. Ella insuflaba su aliento en las figuras para así compartirlo con ellas y animarlas con su propia vida. Esta era su magia.

Mi padre había elegido a mi madre en un catálogo.

En cierta ocasión, durante mi época en el instituto, le pregunté a mi padre por los detalles, cuando una vez más él estaba intentando que yo volviera a dirigir la palabra a mi madre.

Mi padre se había apuntado a un servicio de contactos allá por la primavera de 1973. Fue pasando las páginas una tras otra sin dedicar más allá de unos segundos a ninguna de ellas, hasta que vio la fotografía de mi madre.

Yo nunca he visto esa foto. Él me la describió: mi madre estaba sentada en una silla, el cuerpo de perfil, ataviada con un ajustado cheongsam de seda verde. Tenía el rostro vuelto hacia la cámara de manera que la larga cabellera negra le cayese elegantemente sobre el pecho y el hombro. Ella lo miró desde la imagen con unos ojos infantiles y serenos.

«Esa fue la última página del catálogo que llegué a ver», me dijo.

El catálogo decía que tenía dieciocho años, le encantaba bailar y hablaba buen inglés porque era de Hong Kong. Nada de lo anterior resultó ser cierto.

Mi padre le escribió, y la agencia de contactos se encargó de ir pasando sus mensajes en ambos sentidos. Al cabo, él voló a Hong Kong para conocerla. «Sus respuestas las había escrito el personal de la propia agencia. Su inglés no iba más allá de “hola” y “adiós”», me explicó.

¿Qué clase de mujer se anuncia en un catálogo para que la compren?, me preguntaba yo. En mi época de estudiante de secundaria creía estar muy puesto en todo. Y el desprecio me producía una sensación agradable, como el vino.

En lugar de presentarse hecho una furia en la oficina para exigir la devolución de su dinero, mi padre pagó a una camarera del restaurante del hotel para que hiciera de intérprete. «Mientras yo hablaba, ella me miraba con unos ojos en los que se mezclaban temor e ilusión. Y cuando la camarera empezaba a traducir lo que yo había dicho, tu madre esbozaba lentamente una sonrisa», continuó contándome.

Mi padre voló de vuelta a Connecticut y empezó a tramitar los papeles para que ella se pudiera reunir con él. Yo nací un año después, en el año del Tigre.

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