Fábulas de Albion, 2016. 240 páginas.
Tit. or. Amatka. Marian Womack.
Amatka es un nuevo mundo donde se asentaron cinco colonias (aunque una ha desaparecido). Un mundo extraño en el que hay que nombrar las cosas para que mantengan su forma y en el que Vanja, la protagonista, pasará de ser una vulgar funcionaria que informa de los usos de los productos de higiene a alguien que intentará descubrir qué hay de extraño en la realidad.
Las nuevas corrientes de la ciencia ficción están explorando, más que las sociedades transformadas por los adelantos tecnológicos, mundos extraños donde la realidad no es lo que acostumbra. Y están muy bien. La autora nos dibuja un mundo sombrío y ajeno del que no sabemos sus cimientos ni donde radica su consistencia.
Me lo recomendaron aquí: Amatka y es una buena recomendación. Aunque me pasa como con otros libros del estilo (por ejemplo, Aniquilación), que creo que podrían dar más de sí. Que se dedican a crear un ambiente fabuloso pero en el que lo que ocurre es un poco intrascendente.
Recomendable.
La manga de Nina acariciaba suavemente el brazo de Vanja mientras se afanaba con los contenidos de la sartén.
Ivar bajó cuando terminaban de prepararlo todo y puso la mesa para los tres.
—No es tan fuerte como el tuyo, Ivar —dijo Nina, sorbiendo el café—. A lo mejor, por una vez, no me duele la tripa.
—El café nunca puede ser lo suficientemente fuerte — respondió Ivar.
—En Amatka se consume cinco veces más café que en las otras colonias —dijo Vanja.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Nina.
—Corregí un informe sobre el consumo de café una vez. Suelo… acordarme de los datos.
—Ah —dijo Nina—. ¿Así que cinco veces más? Pues Ivar es culpable de la mitad de eso.
—Es una medicina. No podría soportar la plantación sin el café —Ivar se tragó de golpe el resto del líquido y se sirvió otra taza.
—A Ivar no le gusta demasiado la oscuridad —dijo Nina.
Vanja jugueteó con sus gachas con la cuchara.
—¿No puedes solicitar un traslado? ¿No tenéis derecho a rotación?
Ivar se encogió de hombros.
—Oficialmente, sí que tenemos. Pero a nadie se le ha permitido cambiar de trabajo hace años —Ivar removió una légaña amarilla del lagrimal—. El comité dice que no hay suficientes ciudadanos para que la rotación sea posible.
Estoy segura de que hacen lo que pueden —dijo Nina.
Ivar se levantó de la mesa.
—Gracias por el desayuno.
Nina se sirvió más café. Vanja intentó comer más gachas. Se habían enfriado y se le pegaban al cielo de la boca.
—Me enfado mucho con Ivar —dijo Nina—. Sé que no debería, pero no puedo evitarlo. Se pasa un día y otro ahí abajo, en la oscuridad, y cada día que pasa empeora un poco. Seguro que, si hablara con el comité, le buscarían otra cosa. Si sólo lo intentara con un poquito más de ganas —Nina apuntó a la puerta por la que Ivar había salido con el dedo—. Es como si se hubiera rendido.
Vanja se removió en su silla.
—Bueno, no es asunto mío —echó los restos de sus gachas de nuevo en el cazo—. Me ha parecido escuchar truenos esta mañana —continuó.
Nina parpadeó.
—¿Cómo? Oh, ya sé; es el hielo rompiéndose.
Vanja volvió a depositar el plato sobre la mesa, despacio y sin entender.
—¿El hielo?
Nina le explicó que el lago, que se encontraba justo en los límites de la ciudad, al este, se congelaba por la noche y se descongelaba por las mañanas. Llevaba cinco años ocurriendo. Cuando el cielo se oscurecía, se formaba hielo sobre la superficie del agua. Después de una hora, más o menos, el hielo estaba lo suficientemente sólido como para indar sobre él. Y, al amanecer, el hielo volvía a descongelarse, lira el ruido de ese deshielo lo que Vanja había escuchado. Nina asintió cuando Vanja le preguntó si lo había visto con sus propios ojos.
—Prohibieron acercarse al lago cuando empezó a ocurrir, como comprenderás… —explicó Nina—. Pero, cuando no pasó nada en seis meses, el comité decidió que debíamos llamarlo una «variación normalizada». Así que así están las cosas. Una variación normalizada.
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