Juan Delforo acude a un piso convocado por un viejo que dice conocer cosas de su pasado y para el que tiene un legado que, si lo acepta, debe escribirlo. Mientras se debate en aceptar o no la propuesta se alternan capítulos que van al pasado y narran la historia de su padre, preso en la postguerra, su madre, que tiene un papel más principal del que parece y, sobre todo, de Dimas Prado, policía franquista que por lo visto ha estado protegiéndole sin que éste lo supiera.
Juan Madrid se aleja de su género habitual, la novela negra (aunque también haya un crimen, un policía y una investigación) para contar unas historias sobre la guerra civil y la postguerra que se van entrelazando poco a poco hasta que nos queda claro el cuadro final. Una denuncia de la represión que sufrieron los presos republicanos y la escasa catadura moral de quienes vencieron, pero nunca convencieron.
En teoría el crimen que aparece existió, aunque lo que se insinúa sobre la identidad del asesino es más complicado de creer, aunque cualquier cosa podría ser.
Muy bueno.
He decidido empezar el diario por mi captura en Málaga el pasado 15 de diciembre de 1945. Intentaré reflejar la verdad de lo que me ha ocurrido, desde mi detención a las nueve y media de la mañana en el café La Cosmopolita de la calle Larios hasta mi falso fusilamiento el 21 del mismo mes. Voy a relatar lo que me ha pasado y lo que he visto, sin inventar nada.
La policía sabía mi verdadero nombre y lo que iba a hacer en Málaga. La documentación falsa a nombre de Juan Villoro Gómez, representante de comercio, no sirvió. Comencé diciéndoles a los policías que mi presencia en Málaga se debía a una cita con Carmen Muñoz, mi prometida. Queríamos organizar nuestra boda ya que su padre, hombre del Movimiento, magistrado y presidente de la Audiencia de Valladolid, no aceptaba nuestra relación. Carmen se hospedaba en Málaga con una familia adepta, los Loring, con los que su padre tenía trato de antiguo. Sabía que Carmen, sin ficha política e hija única de un magistrado del régimen, era intocable, aunque podía ser detenida y maltratada por el simple hecho de ser mi prometida. Un riesgo que teníamos que correr. Mi documentación falsa se debía a que temía que mi pasado como oficial del Ejército Popular de la República me delatara e impidiera mi boda.
En un cuartucho en los sótanos de la comisaría me despojaron de mis pertenencias y me dejaron completamente desnudo. Uno de los esbirros arrojó mis gafas al suelo y las hizo trizas a pisotones. Luego me esposaron las manos a la espalda y comenzaron a golpearme con varillas de acero que silbaban antes de clavarse en mi cuerpo. Tres hombres se turnaban pegándome. Intenté cobijarme acurrucándome en un rincón. Al poco tiempo mi espalda era una pulpa sanguinolenta. Uno de ellos me agarró del pelo y me dio una serie de puñetazos en la boca. Me rompió varios dientes, que escupí. Recuerdo que me dijo:
—No vas a poder comer turrón en tu puta vida, comunista de mierda.
Perdí el conocimiento. Después, en algún momento, me cubrieron con un tabardo militar y me arrastraron descalzo a un despacho. Dejé un reguero de sangre en el suelo. Al pasar por un pasillo, escuché voces de niños y mujeres que parecían ensayar villancicos. Entonces comenzaron los verdaderos interrogatorios.
Las ventanas del despacho estaban cerradas. Dentro había otros tres hombres. Conocía a dos de ellos, el comisario Luis Loaiza, jefe de la Brigada Local de Investigación Política y Social, un tipejo cincuentón gordo y abotargado, de bigote fino. Su centro de operaciones era un siniestro caserón en la Plaza de la Merced. El otro era DP: sabía quién era, lo había visto en fotografías. El siniestro director general adjunto de Seguridad, un falangista, policía desde 1938. Era responsable de las Brigadas de Investigación Social de toda España. Debía de haber acudido de Madrid. Sentado en un rincón, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, ajeno. El tercero, un capitán de la Guardia Civil con uniforme de campaña, de unos treinta y tantos a cuarenta años, paseaba por el despacho.
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