Editorial Planeta, 1989. 336 páginas.
Tit. Or. A ilustre casa de Ramires. Trad. Rafael Morales.
Que mala fama ha cogido entre los intelectuales la novela del XIX. Hasta el punto de que no sólo está mal visto hacerla en el siglo XXI, sino que también alcanza a quienes fueron sus maestros. Una historia y unos buenos personajes y ya nos tienen enganchados con la lectura. Más que suficiente.
La casa de Ramires está en decadencia. Gonzalo, último descendiente de tan linaje ilustre, no tiene la valentía que adornó a sus antepasados y les hizo distinguirse en numerosas batallas. Aspira a un puesto de diputado y para ello cometerá todo tipo de bajezas morales, mientras escribe una novela histórica de las hazañas de sus antepasados que contrastan con su cobardía.
El protagonista no es un héroe, es cobarde, falta a su palabra… pero no es malo. Tiene buen corazón y se le coge cariño. No es de extrañar, porque es un trasunto del propio Portugal. El autor parece decirnos que aunque Portugal está en decadencia, todavía conserva sus virtudes bajo una aparente cobardía, y que con un poco de ánimo se podrían recuperar los viejos tiempos.
Los personajes son una delicia y también la prosa, divertida y con ritmo. Retrato de época y de situaciones que son universales. Me ha gustado mucho y como cualquier novela estilo XIX engancha y se lee bien.
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Extracto:[-]
—¡Escuche usted, Juan Gouveia! ¿Por qué usted, allá arriba, durante la cena, no comió la ensalada de pepino? ¡Estaba divina! ¡Hasta a Videirinha le apeteció! Yo repetí, terminé la fuente. ¿Por qué? Pues porque usted tiene horror fisiológico, horror visceral al pepino. Su naturaleza y el pepino son incompatibles. No hay raciocinios, no hay sutilezas que le persuadan a admitir en su interior el pepino. Usted no pone en duda que sea excelente, puesto que lo adora tanta gente de bien, pero usted no puede… Pues a mí me pasa con Cavaleiro lo que a usted con el pepino. ¡No puedo con él! No hay salsas ni razones que me lo encubran. A mí me resulta asqueroso. ¡No me sienta bien! ¡Vomito! Y ahora escuche…
Entonces Tito, que bostezaba, intervino, ya harto:
—¡Bueno! ¡Creo que ya hemos tomado nuestra dosis de Cavaleiro, y grande! Todos somos muy buenas personas y sólo nos queda separarnos. Yo tuve señora, tuve tenca… Estoy derrengado. ¡Y es de madrugada, qué vergüenza!
El alcalde saltó. ¡Diablo! ¡A las nueve de la mañana, él tenía comisión de reclutamiento!… Para acabar debidamente con el enfado, ciñó a Gonzalo en un estrecho abrazó. Y cuando el Hidalgo descendía hacia el Chafariz con Videirinha —que en aquellas noches festivas de Vila Clara lo acompañaba siempre por la carretera hasta el portón de la Torre—, Juan Gouveia aún se volvió en medio de la Calgadinha para recordarle un precepto moral «de no sé qué filósofo»:
—«No vale la pena estropear una buena cena por causa de una mala política…» ¡Creo que es de Aristóteles!
Y hasta Videirinha, que de nuevo afinaba la viola y se preparaba para una serenata al claro de luna, murmuró entre jadeantes arpegios:
—No vale la pena, señor doctor… Realmente no vale la pena, porque en política hoy es blanco, mañana negro, y después, ¡zas, todo es nada!
¡Qué desgracia!, ¿eh? Afortunadamente, en un instante, pensé que me perdía, que lo mataba, y hui. Por eso hui, por no disparar… En fin, ya pasó todo, y yo no soy hombre que guarde rencores, ya lo olvidé. Pero con tal de que usted, ya tranquilo y en su juicio, olvide también.
Casco manoseaba el ala del sombrero, con la cabeza baja. Y sin levantarla, sin atreverse, ronco por los sollozos que lo ahogaban:
—¡Pues ahora es cuando recuerdo, mi señor Hidalgo! ¡Ahora es cuando sufro por aquella locura! ¡Ahora! ¡Después de lo que hizo el señor Hidalgo por la mujer y por el pequeño!…
Gonzalo sonrió, se encogió de hombros:
— ¡Qué bobada, Casco!… Su mujer aparecfó aquí en una noche de aguacero… Y el pequeñito estaba enfermo, el pobre, con fiebre… ¿Cómo sigue? ¿Cómo está Manolito?
Casco murmuró desde el fondo de su humildad:
—Gracias a Dios, señor, muy sanito, muy tiesecillo.
—Eso es lo mejor… Pero póngase el sombrero. ¡Póngase el sombrero, hombre! ¡Y adiós!… No tiene usted nada que agradecerme, Casco… ¡Oiga! Tráigame algún día al pequeño… Me gustó mucho… Es muy despierto.
Pero Casco no se retiraba, pegado a las losas. Por fin, en un sollozo:
—Es que no sé cómo decírselo, mi señor Hidalgo… ¡En aquel día de cárcel se acabó todo! Tengo genio, hice una burrada y la pagué con el cuerpo. Y pagué poco, gracias al Hidalgo… Pero después, cuando salí, cuando supe que la mujer vino de noche a la Torre y que el Hidalgo hasta le echó una capa, y que no dejó salir al pequeño…
Se detuvo ahogado por la emoción. Y como Gonzalo, también conmovido, le daba golpecitos cariñosos en el hombro —(«Se acabó, no hablemos más de esas bagatelas…»)—, Casco rompió en una gran voz dolorida y quebrada:
—¡Pero es que el señor Hidalgo no sabe lo que es para mí ese pequeño!… ¡Desde que Dios me lo mandó, tengo tanta pasión aquí dentro por él que hasta me parece mentira!… Mire, aquella noche que pasé en la cárcel del pueblo, no dormí… Y Dios me perdone, pero no pensé en la mujer, ni en la pobre vieja, ni en la poquita tierra que cultivo, todo abandonado… La noche entera la pasé gimiendo: «¡Ay, mi querido hijito! ¡Ay, mi querido hijito!» Después, cuando la mujer, ya en la carretera, me dijo que el señor Hidalgo se había quedado con él en la Torre, que lo había acostado en la mejor cama y que había mandado llamar al médico… Y después, cuando supe por el señor Benito que el señor Hidalgo subió de noche a ver si estaba bien tapado y arregló la ropa al pobrecito…
Y arrebatadamente, en un llanto ya incontenido, gritando: «¡Ay, mi señor Hidalgo! ¡Mi señor Hidalgo!…», Casco agarró las manos de Gonzalo y las besaba, las rebesaba, las inundaba de gruesas lágrimas.
—¡Pero, Casco…! ¡Qué tontería!… ¡Deje, hombre!
Pálido, Gonzalo se apartaba de aquella furiosa gratitud hasta que los dos se miraron cara a cara, el Hidalgo con las pestañas húmedas y trémulas, el labrador de los Bravais sollozando, lleno de confusión. Y fue éste quien, por fin, ahogando un último sollozo, se alivió de la idea que le había llevado allí, que le había granado en su corazón y que ahora le endurecía el gesto en una determinación inconmovible:
—Mi señor Hidalgo, yo no sé hablar, no sé expresarme… ¡Pero si desde hoy en adelante, sea para lo que sea, el señor Hidalgo necesita la vida de un hombre, aquí tiene la mía!
Gonzalo tendió la mano al labrador muy sencillamente, como un Ramires de antaño que recibiese la pleitesía de un vasallo.
—Muchas gracias, José Casco.
—¡Entendido, señor, Hidalgo, y que Dios Nuestro Señor lo bendiga!
Gonzalo, conmovido, subió ágilmente la escalera, mientras Casco atravesaba el patio lentamente, con la cabeza muy alta y la satisfacción de haber pagado su deuda.
Y, arriba, en la biblioteca, Gonzalo pensó con asombro: «¡Hay que ver cómo en este mundo sentimental se ganan gratuitamente los afectos!…» Porque, en fin, ¿quién no impediría que una criaturita con fiebre se arriesgase de noche por una carretera oscura, bajo la lluvia y el vendaval? ¿Quién no la acostaría, no le prepararía un ponche, no le remetería las mantas para conservarla bien arropada? Y por ese ponche y esa cama, ¡llega corriendo el padre, temblando y llorando, a ofrecer su vida! ¡Ah, qué fácil era ser rey, y rey popular!
—¡Es cierto! Son unos lances interesantes… ¡Cierto! En esa novela hay una imaginación rica, muy rica, conocimiento y verdad.
Tito, que después del Simón de Nantua, de su infancia, no había vuelto a abrir las hojas de un libro y que no había leído La Torre de don Ramires, murmuró trazando una raya más ancha en la tierra:
—¡Este Gonzalo es extraordinario!
Videirinha no había dado fin a su extasiada sonrisa:
— ¡Tiene mucho talento!… ¡Ah! El señor doctor tiene mucho talento.
—¡Tiene mucha raza! —exclamó Tito levantando la cabeza—. Y es lo que lo salva de sus defectos… Yo soy amigo de Gonzalo, y de los verdaderos. Pero no se lo oculto ni a él… Sobre todo a él. Es muy liviano, muy poco lógico… Pero tiene la raza que lo salva.
— ¡Y la bondad, señor Villalobos! —atajó dulcemente el padre Soeiro—. La bondad, sobre todo cuando es como la de don Gonzalo, también salva… Mire: a veces hay un hombre muy serio, muy puro, muy austero, un Catón que no ha hecho más que cumplir con el deber y la ley… Y sin embargo, nadie lo quiere ni lo busca. ¿Por qué? Porque nunca dio, nunca perdonó, nunca acarició, nunca sirvió. Y al lado otro liviano, despreocupado, que tiene defectos, que tiene culpas, que hasta se olvida del cumplimiento del deber y que incluso ofende a la ley… Pero ¿qué? Es amable, generoso, obsequioso, servicial, siem pre con una palabra grata, con un rasgo cariñoso… Y por eso todos lo quieren, y no sé, Dios me perdone, si inclu so Dios mismo también lo prefiere…
La leve mano que acababa de señalar al cielo volvió a caer sobre la empuñadura de hueso del quitasol. Después, sonrojándose por la temeridad de aquel tan espiritual pensamiento, añadió cautelosamente:
—Ésta no es propiamente la doctrina de la Iglesia…, pero está en las almas, está ya en muchas almas.
4 comentarios
Quien hable mal de Eça de Queiroz está hablando mal de sí mismo.
No he oído a nadie hablar mal de Eça de Queiroz, pero de la novela del XIX, pestes.
Pues me encanta este libro,lo leo muchos veranos…
A mí también 🙂