Acantilado, 2001. 360 páginas.
Admiro a Herralde porque, como he dicho muchas veces, Anagrama me enseñó a leer. Cierto que se le cuelan libros infumables que venden bien y que hay otras editoriales con las que estoy más al 100% de acuerdo con su catálogo. Pero editar tanto, tan bueno, y tener éxito, es digno del mayor de los aplausos.
Sin embargo, este libro ha sido bastante decepcionante. La parte del león son artículos bajo el epígrafe ‘El autor es la estrella’ y básicamente son loas a diferentes escritores de su escudería. Que no están mal, pero que tampoco aportan nada original ni sorprendente. Parecidos son los homenajes a colegas editores. Son artículos que publicó en su momento como prólogos, o charlas, y se dedica a cumplir y poco más.
El artículo más largo son tres días en una feria del libro y básicamente se trate de ir sacando a relucir nombres de colegas editores y escritores (name dropping) con interés escaso. Y los últimos, que son las opiniones mohicanas se dedica a defender las editoriales independientes frente a los grandes grupos. Sólo el artículo del que dejo muestra es un poco más personal y nos habla de la labor del editor.
Seguro que en los muchos años como editor Herralde atesora miles de anécdotas con escritores, consejos editoriales, aventuras en un ámbito complicado en una ciudad cultural como Barcelona. Pero no encontrarán ninguna de ellas en este libro.
Se deja leer.
RELACIONES ENTRE AUTOR Y EDITOR
Las relaciones entre el autor y el editor: he aquí un tema espinoso y complejo, y por ello apasionante. Unas relaciones que se establecen en el campo minado de los conflictos de intereses; tanto es así que en épocas estentóreas de crispación social se alude explícitamente a la lucha de clases con el escritor-proletario y el editor-burgués en trincheras opuestas.
Lo que dificulta la situación es la figura poco clara, sospechosa, del editor, ya que, en efecto, ¿qué demonios es un editor? ¿Un vampiro, un explotador? ¿O por el contrario un mecenas? ¿Quizás un confesor, un analista, una madre, un santo? ¿Acaso editar es «una ocupación para caballeros», según el título que Lord Sieff sugirió al editor inglés Frederic Warburg para su autobiografía y que éste adoptó aunque rematándolo con un cauteloso signo de interrogación?
¿Qué opinan los autores? Oigamos un popurrí de lindezas espigadas aquí y allá. Los editores «son los hijos del diablo», afirma Goethe, «para ellos tiene que haber un infierno especial», mientras que Céline, con su característica sans façon, le espeta a Gallimard: «Vosotros los macarras, ¡no habléis mal de mis sueños! ¡Sin mis sueños no seríais nada!» Y García Márquez se suma al coro: «A los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo. Son una verdadera plaga.» Y añade: «Todo se re-
duce a esta frase que es imbatible: todos los editores son ricos y todos los escritores son pobres.» Una frase, dicho sea de paso, más pintoresca que imbatible en boca de García Márquez.
Los editores tampoco se quedan atrás; oigamos al célebre Gastón Gallimard, que no se recata en afirmar: «Un autor, un escritor, lo más frecuente es que no sea un hombre. Es una mujerzuela a la que hay que pagar, sabiendo muy bien que está siempre a punto de entregarse a otro. Es una puta.»
Ernst Rowohlt comenta en sus memorables «consejos» a los editores, publicados en 1933 en la revista Querschnitt: «No te extrañe si tu autor es como una mujer encinta en el periodo de salida de su libro, ya que para él se inicia una nueva era… Debes saber que tú serás el responsable si el libro no es un gran triunfo, pero que hay pocos autores que reconocerán tu leal participación en el éxito.» Y añade otro consejo para el novel editor incauto: «Ten por seguro que tanto de día como de noche debes esperar recibir un telefonazo de tu autor.»
Por su parte, Klaus Wagenbach previene: «Ten siempre en cuenta el “síndrome de los tres meses”: a más tardar tres meses después de la salida del libro, el autor constata que el mundo no ha cambiado. Tú eres el responsable.» Y también aconseja: «Las cartas de rechazo (de originales) deben ser breves, ya que, si no, el autor te propinará una respuesta-río demostrándote punto por punto que estabas equivocado; en una palabra, que eres urr imbécil. Aunque eso tú ya lo sabías.»
Pero olvidemos estas escaramuzas, y observemos que para los buenos editores, tanto en su práctica como en
los escritos sobre su oficio, existen dos temas recurrentes y obviamente interrelacionados: la relación con el autor y la formación de su catálogo. Así en el libro El editor y su autor de Siegfried Unseld, el editor de Surhkamp, en Persona desplazada de Vladimir Dimitrijevic, el editor de L’Age d’Homme, o en la biografía de Gastón Gallimard (por citar tres títulos recientes) y en tantos otros testimonios escritos y orales.
Unseld afirma que una editorial literaria se define en su relación con el autor y que él no publica libros aislados sino autores. Y que su función es desatar energías, animar, reflejar la literatura de su época.
«Dimitri» define la función del editor como la de un passeur, un intermediario apasionado, alguien que sólo publica aquellos libros que le afectan personalmente y que, aunque distintos y lejanos, forman una suerte de archipiélago y se enlazan unos con otros en una peana invisible pero común.
En cuanto a Gallimard, leemos en su biografía que consagra una buena parte de su tiempo en ocuparse de sus relaciones con sus autores. Y también, según un testimonio del escritor Artaud, «Gallimard podía publicar un libro estando totalmente persuadido de que no se vendería pero también de que el autor era un auténtico escritor que sería consagrado un día u otro. Eso es ser un gran editor».
Este es un punto muy importante, importantísimo, ya que delata la muy peculiar naturaleza del editor.
En efecto, los detractores de los editores no consideran que éstos, a menudo, publican libros que saben ruinosos a ciencia cierta, pero entienden que «deben»
No hay comentarios