Rudyard Kipling. El libro de la selva.

marzo 2, 2022

Rudyard Kipling, El libro de la selva
Editorial juventud, 2009. 268 páginas.
Trad. Ramón D. Perés.

Yo, como muchos, llegué al libro de la selva a través de los ojos de Disney. Recuerdo, incluso, una tristeza melancólica cuando al final Mowgli abandona la selva de su infancia cautivado por unos ojos negros. El recuerdo es posible que sea inventado, la melancolía no.

Leo el libro original cuando ya ha pasado el tiempo de disfrutar de peleas con los perros salvajes, o de encontrar tesoros malditos en la profundidad de la selva. Pero el niño que llevas dentro te pega una patada en la espinilla y mientras tú maldices él sigue leyendo las aventuras del niño rana, un lobo como los demás, según afirma orgulloso.

Como es de esperar sus andanzas son más oscuras que los colores de la fábrica de sueños. Hay venganzas terribles, sombras en los corazones, hay caza y sangre en abundancia puesto que así es la ley de la jungla. Incluso cuando conoces los lenguajes secretos.
Muy bueno.

Todo lo que aquí vamos a contar sucedió poco antes de que Mougli fuera expulsado de la manada de Sioni y se vengara del tigre Shir Jan. Fue en los días en que Balú le enseñaba la Ley de la Selva. El viejo oso pardo, grande y serio, estaba encantado de tener un alumno tan listo, pues los lobatos no aprendían de la Ley más que lo que tenía que ver con su propia manada y tribu, y se marchaban corriendo en cuanto eran capaces de repetir un verso del himno de la cacería: «Pies que no hacen ruido; ojos que ven en la oscuridad; orejas que oyen a los vientos en sus guaridas y afilados colmillos, todas estas cosas son las marcas de nuestros hermanos, menos de Tabaqui el chacal y de la hiena, a quienes detestamos». Pero Mougli, que era un cachorro humano, tuvo que aprender muchas más cosas. A veces, Baguira, la pantera negra, se acercaba tranquilamente por la selva a ver los progresos de su mascota, y ronroneaba con la cabeza apoyada en el tronco de un árbol, mientras Mougli le recitaba a Balú la lección del día. El niño sabía trepar casi tan bien como nadaba, y nadar casi tan bien como corría, y así Balú, el maestro de la Ley, le enseñó las leyes del bosque y del agua: a distinguir una rama podrida de una sana; a hablar con educación a las abejas cuando encontraba una colmena a varios metros del suelo; qué decirle a Mang, el murciélago, cuando lo molestaba entre las ramas a medianoche; y cómo avisar a las culebras de agua en las pozas del río antes de zambullirse. Al pueblo de la selva le gusta vivir tranquilo, y todos están preparados para huir cuando ven a un intruso. Después, Balú enseñó a Mougli la contraseña del cazador forastero, que hay que repetir en voz alta hasta que alguien responda, cuando algún habitante de la selva va a cazar fuera de su territorio. Dice así: «Dame permiso para cazar, porque tengo hambre». Y la respuesta es: «Puedes cazar para alimentarte, pero no por diversión».
Ya veis cuántas cosas tuvo que aprender Mougli de memoria, y a veces se hartaba de repetir lo mismo cien veces seguidas. Un día, Balú le dio un cachete y Mougli se fue corriendo, muy enfadado.
—Un cachorro humano es un cachorro humano y tiene que saberse la Ley de la Selva enterita —le dijo Balú a Baguira.

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