Sexto Piso, 2013. 1178 páginas.
Tit. or. The sot-weed factor. Trad. Eduardo Lago.
A finales del XVII el autoproclamado poeta Ebenezer Cooke es enviado por su padre a Maryland para hacerse cargo de una plantación de tabaco. Comienza una odisea llena de problemas y sin sabores en los que lucha por mantener una virginidad contra viento y marea. Su antiguo tutor, que está implicado en misteriosas conspiraciones guiará sus pasos, mientras que su criado, una especie de Sancho Panza, lo va metiendo en problemas.
Todo mal. Empezando por la longitud excesiva, que como se dice en el prólogo es una descortesía para el lector. Se vende como una obra maestra del postmodernismo y yo digo ‘¿Dónde está, que no lo veo?’ Porque hacer un pastiche del estilo del XVII durante más de mil páginas más que una estructura original parece una broma pesada.
Se vende como un homenaje al arte de contar historias, porque a cada paso los personajes narran aventuras o desgracias que les han sucedido. Totalmente a favor, que voy a decir yo que soy cuenta cuentos, pero que las historias sean interesantes. Prácticamente ninguna me ha despertado el interés.
También se dice que la trama empieza normal y luego se hace experimental. Desde mi punto de vista empieza mal y después descarrila. Porque las vueltas y revueltas de los giros de guión se me hicieron no solo increíbles, también pesadísimas. De los personajes mejor no hablar.
Lo único que me ha gustado es la irreverencia con la que trata cualquier hecho histórico, empezando por la relación entre Smith y Pocahontas, historia fundacional de los EEUU. Lo malo es que utiliza un humor chusco, de brocha gorda, que me recuerdan a Benni Hill o las películas del destape. Que una de las historias hable de un jefe indígena con una mujer ninfómana que es saciada por tener sexo anal puede estar bien para un cómic de serie zeta, pero aquí me sobran. Una o dos escenas de este tipo te pueden sacar una sonrisa, cincuenta aburren.
Ha sido una pérdida de tiempo de principio a fin. Si vemos este libro en goodreads vemos que tiene una puntuación altísima y todo el mundo se deshace en elogios. El traductor, en el prólogo, también lo vende muy bien. Pero en la contraportada solo hay dos frases elogiosas y una es del propio traductor. En el blog La tormenta en un vaso, que se creo específicamente para elogiar cualquier libro que se reseñaba, el que lo hacía reconoce que se aburrió y leyó en diagonal. Es decir, que ni siquiera ahí se atrevían a recomendarla al 100%. ¿Por qué tanta gente lo elogia en goodreads? Imagino que por pura maldad. En plan, si yo he sufrido que sufran otros también.
Como siempre, mi opinión es particular y pueden ignorarla. Aquí hay otras reseñas: El plantador de tabaco y El plantador de tabaco donde ha gustado mucho más que a mí.
Infumable.
¡Eben! ¡Eben! ¡Por favor, déjame entrar enseguida!
—¿Quién es? —dijo Ebenezer, poniéndose en pie de un salto, alarmado: no tenía en la residencia ningún amigo que pudiera ir a visitarlo.
—Abre y lo verás —dijo el visitante, riéndose—. ¡Pero date prisa, te lo ruego!
—Espera un momento nada más. Tengo que vestirme.
—¿Qué? ¿Sin vestir aún? ¡Menudo holgazán estás hecho! Da igual, muchacho; ¡déjame pasar inmediatamente!
Ebenezer reconoció aquella voz, la cual no oía desde hacía tres años.
—¡Henry! —exclamó, y abrió la puerta de par en par.
—El mismo —rio Burlingame, abrazando a Ebenezer con fuerza—. ¡Santo cielo, lo que has crecido! ¡Por lo menos mides seis pies! ¡Y en la cama a estas horas! —Palpó la frente del muchacho—. Sin embargo, no tienes fiebre. ¿Qué achaque tienes, muchacho? Bueno, es igual. Un momento… —Burlingame salió disparado hacia la ventana y miró abajo con cautela—. ¡Ah, ahí está el muy canalla! ¡Míralo, Eben!
Ebenezer corrió hacia la ventana.
—¿Pero qué pasa?
—¡Allí, allí! —Burlingame señalaba calle arriba—. ¡Ahora está junto a la tabernucha! ¿Conoces a ese caballero del bastón de nogal?
Ebenezer vio a un hombre con el rostro alargado, de mediana edad, vestido con una túnica profesoral que avanzaba calle abajo.
—No; no es del Magdalene College. Su cara me es desconocida.
—¡Qué vergüenza! Pues fíjate bien. Es nada menos que Isaac, del Trinity College.
—¡Newton! —Ebenezer miró con más interés—. No le había visto nunca, pero se dice que la Royal Society va a publicar antes de un mes un libro suyo en el que se explican los mecanismos que rigen todo el universo. ¡A fe mía que te agradezco las prisas! Pero ¿te he oído llamarle canalla?
Burlingame se volvió a reír.
—Confundes los motivos de mi prisa, Eben. Le pido a Dios que mi cara haya cambiado en estos quince años, pues estoy seguro de que el Hermano Isaac me ha echado el ojo encima antes de haberme metido en tu portal.
—¿Es posible que lo conozcas? —le preguntó Ebenezer, muy impresionado.
—¿Conocerlo? Una vez casi me viola. ¡Quieto! —Burlingame se apartó de la ventana—. No le quites la vista de encima y dime cómo podría escapar en caso de que se dirigiera hacia tu puerta.
—Muy fácil: la puerta de esta cámara da a una escalera al aire libre por la parte de atrás. ¿Qué demonios pasa, Henry?
—No te alarmes —dijo Burlingame—. Es una hermosa historia y te la voy a contar toda enseguida. ¿Viene hacia aquí?
—Un momento… Está justo frente a nosotros. Ahí. No, espera un poco; está saludando a otro catedrático. El viejo Bagley, el latinista. Bueno, ya se va.
Burlingame se acercó a la ventana y los dos se quedaron contemplando cómo el gran hombre proseguía calle arriba.
—No aguanto ni un momento más, Henry —dijo Ebenezer—. Dime inmediatamente qué misterio se oculta tras este juego de escondite y tras el apresuramiento cruel con que nos dejaste hace tres años; de lo contrario, prepárate a verme fenecer de curiosidad.
—Bien está, así lo haré —replicó Burlingame—; vístete ahora mismo; vamos a comer y beber, y dame buena cuenta de ti. No soy el único que tiene que disculparse.
—¡Cómo! ¿Entonces te has enterado de mis suspensos?
—Sí, y he venido a ver cómo están las cosas, y puede que a meterte un poco de sentido común a base de varazos.
Se trataba de una fantasía estremecedora: a cada ruido que se producía en el establo, Ebenezer daba un respingo y los retortijones del amor, como polluelos dentro de un cascarón, pugnaban por resquebrajar sus prisiones. Lo que es más, seis pasos dados con sigilo en el seno de la oscuridad bastaron para poner en funcionamiento sus glándulas, siéndole imposible no atenderlas; se vio obligado a buscarse alivio allí mismo, sin dar un paso más.
—Dios ayuda a quienes a sí mismos se ayudan —reflexionó.
Pero a diferencia de Onán, cuyo más ruidoso blanco era el suelo, el desdichado Laureado alcanzó por casualidad a un gato, un macho semiadulto que estaba a menos de tres pies de distancia y que, en medio de la oscuridad, le había parecido una piedra gris. Y al igual que la chispa despedida por el Dios de Descartes, de la cual hablara en una ocasión Burlingame, aquel exiguo disparo lanzado en la oscuridad puso en movimiento a todo el universo. El cazador de ratones se despertó bufando y se abalanzó con las garras desplegadas sobre el animal más próximo, que afortunadamente no fue Ebenezer, sino uno de los lechones de Susan. El cochinillo chilló y enseguida el granero se pobló con los gritos de los animales asustados. El propio Ebenezer se sintió aterrorizado, primero por temor a que el estrépito, ahora magnificado por los ladridos de los perros que estaban fuera, pusiera en pie a toda la casa. Cuando dio un salto hacia atrás, sujetándose los calzones con una mano, cayó sobre un palo que había apoyado en la pared, posiblemente la vara de Susan. Lo cogió, al tiempo que gritaba «¡Susan! ¡Susan!» y la emprendió a varazos en derredor hasta que los combatientes salieron huyendo a la carrera, el lechón en dirección a los establos de las vacas y el gato hacia un rincón del que procedían ruidos de aves. Un momento después concluyó la tregua: el establo se llenó de graznidos y cacareos; patos, gansos y gallinas revoloteaban frenéticamente, tratando de huir del gato, y Ebenezer recibió picotazos en la cabeza y en las piernas a medida que cada ave iba tropezándose con él. Aquella nueva conmoción resultó excesiva para los canes, una pareja de perros de aguas que ladraban roncamente; entraron desde el patio, de un salto, en persecución de lo que ellos tomaron por un zorro o una comadreja que estaría dando captura a las aves, y por más varazos que dio el Laureado entorno a sí, lo persiguieron desde el establo hasta un chopo situado junto al más próximo de los cobertizos que servían para almacenar el tabaco, obligándolo a trepar al árbol. Allí lo tuvieron acorralado por espacio de más de quince minutos, hasta que se fueron a dormir trotando, cuando su natural falta de entusiasmo pudo más que su ambición.
2 comentarios
Lo tenía en mi lista por los elogios de Tongoy, pero, visto lo visto, creo que de momento no lo leeré. Gracias.
Es mi opinión: la de la mayoría va en sentido contrario. Si alguna vez se anima basta con leer las primeras 100 páginas, si le gusta, adelante. Si no, no mejora.
Saludos