Acantilado, 2000. 216 páginas.
A medio camino entre el cuento y el relato (dinámica que le acompañará en su posterior carrera de escritor) y antes de su éxito con Soldados de Salamina que fue un éxito de público y crítica, son historias muy entetenidas, con un puntito de humor muy fresco y que, personalmente, me encantaron. Y no solo porque habla extraordinariamente bien de Bolaño.
Muy bueno.
Damos a la llave de contacto y el coche arranca: propina. Damos una clase y alguien atiende: propina. El optimismo cree que hemos venido aquí a ser felices; el pesimista, que hemos venido aquí a evitar todas las catástrofes posibles y a cobrar todas las posibles propinas. Por eso el pesimista vive instalado en el contento y la tranquilidad; el optimista, en el desasosiego y la desdicha.
Dice Chesterton que hay dos tipos de personas: las que dividen a las personas en dos tipos y las otras. Mientras voy a buscar a mi hijo al colegio me entretengo dividiendo a la gente en optimistas y pesimistas. Ambrose Bierce, por ejemplo, era más optimista que Larra y que Llull, pero no más que Do-raemon, y por eso dio la siguiente definición de la palabra año: «Período de trescientas sesenta y cinco decepciones.» En cambio, Ricardo Reis, que sospecho que era más pesimista que Ruiz Simón, pero no más que Pía, escribió: «Si nada esperas, cuanto te depare el día, por poco que sea, será mucho.»
¡VIVA BOLAÑO!
Fue el primer escritor que conocí. Fue hace mucho tiempo, en Gerona, donde Roberto Bolaño vivió durante una larga temporada. Me lo presentó un amigo que, como yo, quería ser escritor, pero que aún no había escrito una sola línea, lo mismo que yo. No recuerdo muy bien de qué hablamos, pero sí que, cuando mi amigo le preguntó cómo iba la novela que estaba escribiendo, Bolaño contestó: «Va, pero no sé muy bien hacia dónde.» La frase me impresionó muchísimo, porque me pareció la frase de un escritor de verdad, aunque yo estaba seguro de que aquel tipo con aire de buhonero hippy, de esos que andan por los mercadillos vendiendo baratijas, no podía ser un verdadero escritor, porque yo entonces creía que los verdaderos escritores sólo podían vestir como funcionarios entristecidos, igual que si fueran Franz Kafka.
Por supuesto, me equivoqué, pero eso sólo lo supe muchos años después, cuando yo ya había leído, entre la envidia y la admiración, varios libros de Roberto Bolaño sin poder asociar su nombre ni su fotografía con el buhonero hippy de tantos años antes. Fue otra vez en Gerona, en la presentación de
Llamadas telefónicas. Otra vez fue un amigo escritor quien me lo presentó, y apenas le hube estrechado la mano y hube cruzado cuatro palabras con él supe sin posibilidad de error que el tipo a quien tenía delante era el mismo a quien había conocido siglos atrás y cuya primera novela iba, pero no se sabía muy bien adonde iba. Naturalmente, aquel día no le dije a Bolaño que la primera vez que lo vi yo había puesto en duda que fuera un escritor de verdad, pero para paliar la vergüenza de mi equivocación me pasé toda la noche saltando a su alrededor, vestido de funcionario entristecido y gritando: «¡Viva Bolaño!»
Ahora está de moda que los escritores se inventen biografías azarosas. Bolaño no necesita inventarla, porque la suya lo es. Ha vivido en los lugares más inverosímiles, incluido Gerona, y ha desempeñado los oficios más descabellados, incluido el de vendedor de baratijas por los mercadillos del mundo. Pero eso no tiene ninguna importancia; en realidad, como cualquier escritor de verdad, Bolaño no ha hecho más que una cosa en su vida: esforzarse en ser escritor. No lo ha conseguido: lo que ha conseguido es ser uno de los escritores más interesantes que hay ahora mismo en castellano. Hace años padeció una operación muy complicada. Desde entonces vive como un asceta, en Blanes, donde acaban algunos de los protagonistas de sus historias. Sigue teniendo aspecto de buhonero hippy. Ha vivido y
ha bebido mucho; ahora apenas vive, porque sólo escribe, y tampoco bebe, o sólo bebe Mirinda, que es una cosa muy complicada, porque esa bebida infecta ya no se fabrica. Le han dado el premio He-rralde por Los detectives salvajes. No he leído la novela y no puedo hablarles de ella. Estoy seguro, en cambio, de que el Premio Herralde se ha premiado a sí mismo. También nos ha premiado a nosotros. Muchas gracias. Ya se me olvidaba: ¡viva Bolaño!
Pero la historia—por lo menos la historia que hoy quiero contar—tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Co-llioure, fusilaban a Rafael Sánchez-Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez-Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez-Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: «¡Por aquí no hay nadie!» Dio media vuelta y se fue.
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