Acantilado, 2009. 798 páginas.
Tit. Or. Manuscrit trouvé à Saragosse. Trad. José Ramón Monreal.
Menudo libro. Empezando por su historia, ya que el autor escribió tres versiones pero la que se popularizó no fue ninguna de ellas, sino una mezcla de la segunda y la tercera. Esta sería una versión más definitiva pero incluso los propios editores no reniegan de la versión popular que tiene otras virtudes (temas más fantásticos, más libertad creativa, escenas más picantes).
Un joven viaja a Madrid para ponerse al servicio del rey de España. Pero se queda dormido en una venta que parece estar encantada. Allí encontrará a dos encantadores jóvenes y comenzarán una serie de aventuras y de historias entrelazadas que, a modo de muñecas rusas, irán avanzando el relato.
La primera parte, enfocada más a lo fantástico, es probablemente la que más me ha gustado. La parte central, con su abundancia de historias de nobles e intrigas, me ha resultado en ocasiones algo pesada. Por suerte hay bastantes alivios cómicos y algunas escenas de contenido erótico, siempre insinuado y nunca explícito. La parte final, salvando algunos monólogos pseudo eruditos y algunas genealogías, explican los porqués de los sucesos extraños (y, en mi opinión, le quitan parte de la gracia).
En conjunto está bien, menos de lo que esperaba pero agradable de leer. A veces es excesivo el anidamiento de historias, pero no deja de tener un efecto cómico. Es curioso como en las aventuras picantes el protagonista se las ve siempre con dos jovencitas. Alguna preferencia por los tríos que debía tener el autor.
Se acompaña de un epílogo que nos explica la historia del autor, tan interesante como la propia novela, la génesis de la obra y las fuentes para esta edición.
Un espíritu curioso por ahondar en las cosas someterá los prejuicios a examen y analizará si las leyes son igualmente obligatorias para todo el mundo. En efecto, observaréis que el orden legal parece haber sido imaginado en favor solamente de esos caracteres fríos y perezosos que esperan sus placeres del tálamo, y su bienestar de la economía y del trabajo. Pero ¿qué ha hecho el orden social por los hombres de talento, por los caracteres apasionados, ávidos de oro y de disfrutes, que quieren vivir intensamente su vida? Pasarían su vida en galeras y la acabarían entre suplicios. Por fortuna, las instituciones humanas no son realmente lo que parecen. Las leyes son barreras; bastan para disuadir a los paseantes, pero los que tienen ganas de saltárselas pasan por encima o por debajo.15 Este asunto me llevaría demasiado lejos. Y se hace tarde. Adiós, caballero, haced uso de mi caja de bombones y contad siempre con mi protección.
Me despedí del señor Belial y regresé a mi casa. Me abrieron la puerta, gané mi cama y traté de dormirme. La caja de bombones estaba sobre mi mesilla de noche; difundía un perfume delicioso. No pude resistir a la tentación, me comí dos bombones y tuve lo que se dice una noche inquieta, es decir, agitada por los sueños.
Mis jóvenes amigas vinieron a la hora de costumbre. Percibieron en mi mirada algo fuera de lo común. Lo cierto es que yo las veía con otros ojos. Todos sus movimientos me parecían monerías tendentes a gustarme. Y yo daba el mismo sentido a sus palabras más indiferentes. Todo en ellas llamaba mi atención y me hacía imaginar cosas en las que no había pensado antes.
Zorrilla encontró mí caja de bombones. Se comió dos y ofreció a su hermana. Pronto lo que había creído ver adquirió visos de realidad. Las dos hermanas se sintieron domina-
das por un sentimiento interior y se entregaban a él sin conocerlo. También ellas se asustaron y me dejaron con un resto de timidez que tenía algo de huraño.
Entró su madre. Desde que yo la había salvado de las garras de los acreedores, había adoptado conmigo unas maneras afectuosas. Sus caricias me calmaron durante unos momentos, pero no tardé en verla con los mismos ojos que a sus hijas. Ella se percató de lo que me ocurría y se sintió confusa. Sus miradas, que evitaban las mías, cayeron sobre la caja de bombones fatídica; cogió algunos y se fue. No tardó en estar de vuelta, me acarició de nuevo, me llamó hijo y me estrechó entre sus brazos. Me dejó con un sentimiento de pena y como forzándose a sí misma. La turbación de mis sentidos me hizo perder el control; sentía fluir el fuego por mis venas, apenas si veía las cosas de mi alrededor. Tenía la vista nublada.
Me dirigí a la terraza; la puerta de las jóvenes estaba entreabierta, no pude dejar de entrar. El desorden de sus sentidos era superior al mío. Ello me asustó. Quise desprenderme de sus brazos. Pero no tuve fuerzas. Entró su madre, el reproche murió en su boca. Pronto perdió todo derecho a hacernos ninguno.
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