Sajalín editores, 2010. 364 páginas.
Tit. or. Rue des Maléfices. Trad. Julia Alquézar Solsona.
Libro inclasificable, mitad diario de un París ocupado y los entresijos de la resistencia, mitad leyendas de personajes en la frontera de lo sobrenatural, mitad descripción de los barrios bajos. No se preocupen si salen tres mitades, en el contexto de este libro es natural.
Sentimientos encontrados. No es que tenga una prosa excelente, pero se lee con gusto. Las historias que cuenta las plantea como reales pero no hay quien se las crea (bueno, alguno habrá). Donde sí me he encontrado a gusto es en el retrato de esos bares del margen, donde recalan los deshechos que el mar arroja, en una extraña fraternidad amparada por el alcohol.
Hubiera estado bien que hablara más del movimiento de la resistencia y sus peripecias, que apenas se tocan de manera muy tangencial.
Curiosamente la última vez que estuve en París pasé al lado de esta calle sin darle la mayor importancia. No me llamaron sus cimientos maléficos y sobrenaturales. Gracias a la magia de google maps podemos darnos un paseo virtual:
Ahora parece una calle pintoresca, pero sin sustos.
Interesante.
El convoy se dirige hacia el Midi, y con un ataque terrestre podríamos destruirlo en medio del campo. De eso me ocupo yo.
Los chicos se miraron unos a otros. Conscientes de lo que les esperaba, aceptaron. Watsek ni se inmutó.
Desde luego, a Sigue-Baiiando le gusta jugar con fuego. Si un poli lo ve, está perdido, pero le da igual: necesita empaparse del ambiente del barrio. Por casualidad entró en el «Ojo», y, al verme allí, dijo:
—Va a parecer que te huelo.
A regañadientes, tuve que presentárselo a Géga y a los otros compañeros. No adivinarán de quién hablaron durante un buen rato: de François Villon, al que Sigue-Bailando idolatraba, aun siendo casi un analfabeto. Géga, un amante de las letras, estaba en el paraíso. Yo me dedicaba a vigilar la puerta. Nunca se sabe.
En 1940, en un burdel de Lorraine, estaba con los chicos de otra compañía. Era responsable del destacamento, así que debía vigilarlos como un maestro a sus pupilos.
El coronel me había dicho:
—El siguiente ataque será a las cuatro de la mañana. No sabemos a qué nos enfrentamos. —No se atrevía a admitir que la maniobra le parecía inútil, pero podía deducirlo uno mismo—. Esos chicos merecen pasar un buen rato. Sobre todo, vigile que no se emborrachen. Procure que escriban a sus casas. Y tráigalos de vuelta a medianoche.
Cuando ya se iba, le oí susurrar: «Pobres crios».
Durante toda mi vida me acordaré de aquellas horas que pasamos en compañía de cuatro chicas marchitas, tan agotadas
y decepcionadas que ni siquiera se maquillaban. Esperaban que las obligaran a evacuar el sector en cualquier momento. Estaban más preocupadas por encontrar cierto descanso que en ganar unas monedas, y ninguno de mis chicos tenía ganas de juergas picantes.
Bebieron con moderación vino de la Moselle. La melancolía era general, y se había apoderado incluso de la madame del burdel que, por pura desesperación, pagó una ronda. Todo el mundo se refugiaba en los recuerdos. Y en ese momento, vi que cuatro de los diez rostros palidecían, se afinaban, se volvían más afilados, diáfanos, y después borrosos, como si los viera a través de la niebla, de una nube verdosa que no engaña. Incluso había garabateado sobre la servilleta unos versos del poema:
Oui je vous vais marqués d’avance Mes jr’eres du dernier matin…*
A la noche siguiente supe que mis presentimientos no me habían engañado.
Sin embargo, lo que ocurrió a continuación con Sigue-Bai-lando y los técnicos de radio fue muy diferente. Tenía la angustiosa sensación de que había dos muertos en potencia en el grupo, dos próximos difuntos. ¿Cuáles? Aún no lo sabía. Como si dependiera de mí señalarlos, me sentía oprimido por un inexplicable sentido de la responsabilidad. Watsek era el que más me preocupaba, así que deseé con todas mis fuerzas que saliera bien parado.
Sigue-Bailando se fue cuando ya era noche cerrada. Cuando se iba, me cogió aparte:
«Os veo ya señalados / Hermanos de la última mañana…»
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