Los libros de la catarata, 2016. 248 páginas.
Tengo tantas cosas que decir acerca de este libro que no estoy seguro de poder ponerlas bien resumidas y en orden, así que vayamos allí.
La primera es que estoy de acuerdo en todo. Hay un exceso de opinadismo en los medios y una nómina de escritores famosos que pontifican sin tener la menor idea de lo que están diciendo. El autor comenta en el epílogo que recibió muchos comentarios del tipo ‘Eso también lo pensaba yo’. Así que teníamos a unas lumbreras repartiendo opinión incontestable pero una gran masa de gente que pensaba que eran unos papanatas sin criterio. En este aspecto el libro tuvo un eco extraordinario, sobre todo porque no hacía un ataque general, sino que se retrataban con nombre y apellidos las estupideces vertidas en la prensa.
Mucho han opinado nuestras ilustres plumillas sobre todo tipo de temas: la independencia de Catalunya, ETA, el gobierno, los dirigentes políticos. Y en general con escasa o nula profundidad intelectual, repeticiones de lugares comunes, opiniones rancias y, en general, orientadas a la derecha. Un tanto que se puede apuntar el libro es que toda esa nómina de pensadores ahora está de capa caída y la chavalada los llama pollaviejas y con razón.
En los extractos dejo algunos ejemplos que critica el libro: la alabanza de Vargas Llosa a una Esperanza Aguirre pringada de corrupción, la exageración de la amenaza del independentismo de Cataluña, que parece traer un nuevo apocalipsis y lo que me parece el caso más sangrante, el ninguneo a la labor de Jesús Eguiguren en el proceso que culminó en la desaparición de ETA. Aunque teniendo en cuenta lo bien que le venía ETA a la derecha española no es de extrañar ese comportamiento.
Pero tengo un par de peros grandes al libro. Está bien señalar con el dedo las tonterías que se dicen en la prensa, pero el libro se queda corto. No es casualidad que todos los criticados sean escritores (y no porque los expertos no puedan meter la pata, que también lo hacen). Es porque son los que mejor saben montar un relato que atraiga a la opinión pública. Alguien brillante en el manejo de la ficción es el más indicado para hacer que una opinión parezca que tiene un fundamento del que carece. En una época en la que la posverdad se ha instalado definitivamente y en la que los datos importan cada vez menos pronostico que no habrá escasez de escritores opinando en las columnas de los periódicos.
El segundo pero me parece sorprendente que el autor no se haya dado cuenta de ello. Critica en varias ocasiones el discurso de muchos intelectuales que vienen a decir ‘España es diferente, aquí lo que hay que hacer es…’ lo que llama con toda certeza la lista de los ‘hay que’ y que parece que son los mismos desde la generación del 98 (o incluso antes). Pero el mismo libro mantiene la misma tesis: España es diferente porque tiene menos expertos en la prensa que en otros paises y mas opinadores y lo que habría que hacer es…
Claro que hay que hacer las cosas bien, tener expertos en la prensa, más datos y menos opiniones. Pero no basta con desearlo y decir habría qué. Tenemos que tener propuestas concretas y útiles. En este aspecto la página maldita.es es un buen ejemplo de hacer las cosas bien.
El libro, muy recomendable.
El contraste entre la novela de Vargas Llosa y sus artículos periodísticos sobre política no puede ser mayor. Todo lo que en su literatura es sutileza se transforma en la prensa en opiniones esquemáticas y superficiales. Los artículos en los que expone el catón liberal tienen un cierto aire de catecismo laico y hasta de manual soviético de materialismo dialéctico, por su simpleza y acartonamiento. Su liberalismo económico es primario y la manera de defenderlo se corresponde con una forma especialmente tosca de «machis -mo discursivo», consistente en pontificar sin tener a la vista los datos y sin considerar argumentos alternativos a los suyos. Su escritura se vuelve propagandística y previsible, hasta el punto de que es raro poder aprender de sus artículos más políticos.
Vargas Llosa, de todas formas, no siempre se anda en las brumas de la teoría política: en ocasiones le gusta descender a la realidad y asumir sus imperfecciones. Solo así se comprende este mostrenco entusiasmo ante la figura de Esperanza Aguirre, a quien tuvo la ocurrencia de bautizar como la «Juana de Arco del liberalismo». El artículo no tiene desperdicio. Está escrito en 2012. Para entonces ya era público y notorio que bajo el mandato de Aguirre la trama delictiva «Gürtel» había hecho y deshecho en la Comunidad de Madrid, financiando ilegalmente actos electorales del Partido Popular como recompensa por los servicios que le contrataba el Gobierno de la región. Ya se sabía de la existencia de una fundación pantalla, Fundescam, a la que llegaban fondos generosos y bien nutridos de grandes empresarios que se lucraban con contratos públicos (como Gerardo Díaz Ferrán, el presidente de la CEOE que acabó en la cárcel, o Arturo Fernández, el empresario que pagaba en negro a sus trabajadores y uno de los consejeros que disfrutó de las archifamosas tarjetas black de Caja Madrid/Bankia). También era pública la campaña de odio y destrucción lanzada desde la Consejería de Salud del Gobierno regional contra el doctor Luis Montes, entonces responsable de la unidad de urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, acusado de asesinar pacientes como si fuera un nazi por ayudar a enfermos terminales a morir dignamente. Los «liberales» madrileños destrozaron su imagen y su carrera. Se sabía, igualmente, que en nombre de esos bellos principios del liberalismo que explica Vargas Llosa, Aguirre y los suyos estaban intentando deshacer la red de la sanidad pública para que hicieran un lucrativo negocio grandes corporaciones privadas como Capio, en las que tienen intereses y obtienen pingües recompensas un buen número de dirigentes del Partido Popular. Y, por supuesto, a nadie se le podía escapar el modo a través del cual Aguirre llegó a la presidencia del Gobierno de Madrid, mediante el soborno a dos diputados socialistas sufragado por una trama de empresarios de la construcción que veían peligrar sus intereses si llegaban los socialistas al poder; ni la imputación de algunos de sus más estrechos colaboradores, como Alberto López Viejo (el encarcelamiento del exvicepresidente Francisco Granados se produjo con posterioridad al artículo de Vargas Llosa); por no mencionar el repugnante caso de su vicepresidente, Ignacio González, a quien un conocido empresario pagó un ático lujoso en Marbella por los contratos suculentos que obtenía de la televisión pública, Telemadrid, que la muy liberal de Aguirre nunca privatizó porque prefirió utilizarla como arma de propaganda
Permítanme que reproduzca solamente el primer párrafo, que a mí me dejó estupefacto:
El secesionismo catalán pretende romper la convivencia entre los españoles y destruir su más valioso patrimonio: la condición de ciudadanos libres e iguales. El nacionalismo antepone la identidad a la ciudadanía, los derechos míticos de un territorio a los derechos fundamentales de las personas, el egoísmo a la solidaridad. Desprecia el pluralismo social y político, y cuando trata de establecer fronteras interiores arrincona como extranjeros en su propio país a un abrumador número de ciudadanos. El secesionismo catalán se hermana con el populismo antieuropeo y promueve la derrota de la democracia española. Evitar esa derrota es responsabilidad de todos y la primera obligación de los partidos políticos.
Me resulta muy difícil dar sentido a este conjunto deslavazado de frases, sin hilazón alguna. Empezando por la primera, que afirma que el secesionismo busca destruir la libertad e igualdad de los españoles, me gustaría recordar que, en cuanto ciudadano español, mi libertad no queda menoscabada por el hecho de que Cataluña se constituya
como un Estado propio, de la misma manera que no soy más o menos libre por el hecho de que existan Francia o Camerún. Mi libertad depende de los derechos que, como ciudadano, en este caso español, reconozca el Estado en el que vivo, en este caso España. Mientras que mis libertades quedan limitadas por la «ley mordaza» aprobada por el Gobierno de Mariano Rajoy, la secesión de un territorio no afecta a lo que yo pueda hacer o dejar de hacer. Es verdad, por lo demás, que si Cataluña se escinde de España mi país quteda imputado, se vuelve más pequeño y menos diverso, pero eso, según lo veo, no afecta a mi libertad. Si la frase se refiere más bien a ciudadanos que, sintiéndose exclusivamente españoles, pierden su nacionalidad originaria al vivir en una Cataluña que se independiza, entonces no queda más remedio que reconocer que su grado de libertad puede variar en cualquier dirección: podría ocurrir que dentro de una Cataluña con condición plena de Estado, las libertades fueran menores que en España… o mayores. Prejuzgar que serían menores resulta un tanto aventurado.
Tampoco entiendo de dónde sacan los abajofirmantes que la independencia de Cataluña antepone la identidad a la ciudadanía, según se anuncia en la segunda frase. Los inde-pendentistas catalanes quieren ser ciudadanos, igual que lo quiere ser el resto de españoles, solo que quieren ser ciudadanos en un Estado distinto del español. Sostener que identidad y ciudadanía son términos contradictorios es una petición de principio, pues excluye la posibilidad razonable de que personas que comparten una cierta identidad cultural o nacional decidan constituir una comunidad política propia que les dé el derecho de ciudadanía en el Estado al que quieren pertenecer.
Acaso lo más sorprendente no sea que todas estas grandes figuras de las letras hayan dejado hacer a la diputada popular, sino su disposición a mezclarse con acreditados manipuladores como Federico Jiménez Losantos, uno de los máximos propagandistas de la tesis conspirativa sobre la autoría del n-M, o con un tipo tan lleno de odio y arrogancia como Hermann Tertsch. ¿Qué pintan Trapiello, Savater, Carmen Iglesias o Félix Ovejero al lado de esos tipos? ¿Cómo han llegado hasta aquí?
En 1979, Savater mantuvo desde las páginas de El País una furiosa y divertida polémica con Jiménez Losantos (en la que este último, en mi modesta opinión, le dio un buen repaso) a propósito del nacionalismo español. Las opiniones de Jiménez Losantos, escribía Savater con despreció absoluto, «son tan tópicas, cien veces repetidas por los infinitos españoleadores a sueldo de unos o de otros que hemos soportado durante el último medio siglo»50. Treinta y cinco años después, en 2014, esas mismas opiniones «españolea-doras» Savater las compartía con entusiasmo y firmaba junto al antes denostado, quien ha mostrado desde luego mayor coherencia intelectual que su rival. ¿Para llegar a un rancio españolismo era preciso pasar por todas los colores posibles del espectro ideológico? ¿Qué sentido tenía un rodeo tari largo si el final consistía en algo tan pedestre como firmar manifiestos de una pobreza intelectual alarmante al lado de gente como Jiménez Losantos?
[…]el periodista Santiago González, comentaba en ese mismo y señalado día el artículo de Martínez Reverte desde su blog de El Mundo añadiendo de su cosecha un nuevo epíteto para Egiguren, «pirómano con ideas de bombero». Eso es lo que se dice estar a la altura de las circunstancias, ver pasar delante de tus narices el tren de la historia y no enterarte de nada. Pero es que unos días antes, Fernando Savater había intervenido en la presentación de un documental sobre el final del terrorismo y aprovechó para describir a Egiguren como «una máquina de equivocarse». Dos meses después, Félix de Azúa llamaba a Egiguren «un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política».
En un país con una clase intelectual más civilizada, nada de esto habría sucedido. No estamos hablando de insultos procedentes de militantes de partido en las redes sociales o de los comentarios que dejan en las webs de los periódicos los lectores más sectarios, ni de tertulianos acostumbrados a la bronca y el griterío; se trata más bien de los intelectuales con mayor presencia social, ganadores de premios literarios y periodísticos. Por supuesto, podían estar en desacuerdo con las tesis de Egiguren, podían incluso ridiculizarlas y utilizar el sarcasmo, pero lo que resulta inaceptable es que le acusaran de complicidad con ETA. La acusación era especialmente dolorosa teniendo en cuenta que Egiguren ha vivido muchos años amenazado por los terroristas y tuvo que pasar por el asesinato de su amigo, el socialista Isaías Carrasco, el 7 de marzo de 3008, tras la ruptura del procesode paz, una abyecta venganza de ETA que vino a materializar las amenazas vertidas en su día por Francisco Javier López Peña, Thierry, tras la ruptura de las negociaciones. Los ataques contra Egiguren fueron tan miserables como aquel comentario en la cadena COPE del director del ABC, Bieito Rubido, sobre Eduardo Madina-. «[Madina] Es una de las expresiones más nítidas de lo que podemos denominar el zapaterismo, que es un frontal odio al PP, que no se explica muy bien porque este chico sufrió un atentado de ETA. Simpatiza más con lo que representa ETA que con lo que representa el PP». Luis Rodríguez Aizpeolea, que también ha sido blanco de la banda de los intelectuales matone^ fsl igual que Iñaki Gabilondo), escribió en 2010 un artículo admirable titulado «¿Por qué odian a Egiguren?» que merece la pena releer-, lo que queda tras el fragor de la batalla política es una enorme mezquindad y cortedad de miras. Con la perspectiva que da el paso de tiempo, terminará siendo evidente que la contribución de Egiguren al final del terrorismo ha sido mucho más importante que la de estos intelectuales que anduvieron tan entretenidos repartiendo certificados de autenticidad antietarra.
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