Iain Sinclair. La ciudad de las desapariciones.

abril 14, 2022

Iain Sinclair, La ciudad de las desapariciones
Alpha Decay, 2015. 290 páginas.
Tit. or. Anthology. Trad. y edición Javier Calvo.

Recopilación de artículos desde los años 70 hasta prácticamente nuestros días que giran alrededor de la ciudad de Londres. Desde la psicogeografía de los primeros, que inspiraría a escritores como Moore (que aparece en un artículo posterior) hasta los desastres urbanísticos que trajeron los juegos olímpicos.

Magníficamente editados y traducidos por Javier Calvo en el prólogo afirma que no es cierto que sea un autor local. Cierto que tiene una prosa incontestable, y que a veces los temas tienen interés por sí mismos, pero también que personalmente me importa poco que la carpa del milenio parezca un azucarero con palillos y que cueste cuatro transbordos llegar hasta allí.

También se echa en falta material gráfico, por suerte existe internet y he podido ver las iglesias de Hawksmoor, asistir a uno de los combates de boxeo más crudos que he visto y pasearme por algunas de las calles siguiendo el recorrido del autor.

Sólo recomendable para los muy cafeteros.

Bueno.

HACKNEY: LONDON FIELDS
Somos la basura, pasada de moda e indeseada. Tirada en pavimentos mojados y dejada ahí durante semanas, esperando a que se convierta en objetos de arte, una torva advertencia. Nadie me paga para que haga esto. Es una elección personal mía, identificarme con los detritos en un lugar que ha declarado la guerra a quienes reciclan con poca convicción a la vez que erige caros memoriales a la ausencia de memoria. Este es un distrito que se ha dedicado con denuedo a hacer desaparecer el significado de la vergüenza.
Salgo de la avenida hacia el oeste, bajo un dosel de sicómoros lo bastante ancianos como para aparecer en postales de color sepia: de vuelta a casa tras dar un paseo de tarde. Concilios de cuervos relucientes. Urracas que imitan martillos neumáticos. Es un hábito que no puedo romper, el hábito de Hackney: escribir y caminar, treinta años en la misma casa. Treinta años de malinterpretar las señales, de construir ficciones: con pasos ligeramente saltarines, el cartílago quejándose audiblemente, igual que el molinillo eléctrico de café que nuestros hijos recuerdan. Y que nosotros hemos olvidado. Cinco millas de margen del canal, Victoria Park, las alturas de Homerton; repasar el trabajo del día, percibir a medias revisiones en el tejido de las cosas. Pero regresar siempre, cuando la luz se atenúa, a la misma cocina, a una cena a medio preparar. Las infravaloradas atenciones de la vida doméstica.
Las hileras de árboles se muestran superiores a nosotros, su envergadura es asombrosa: manchas verdes sobre el gris, sobre un naranja carnoso. Cicatrices, bultos carcinógenos. Las gruesas sogas de sus raíces sorben la tierra. Las avenidas han sido trazadas, tal como descubrimos por los mapas antiguos, siguiendo patrones estrictos, una geometría arcana. Corredores de ramas neo-románticas ganchudas. Un prado de sangre: London Fields. Suelo público para el engorde de rebaños y bandadas, gansos de Norfolk, antes de que los llevaran, siguiendo rutas muy particulares, a ser sacrificados en Smithfield. Unos mercados surgidos especialmente para ellos abastecen a los pastores, forasteros. Existen para vender los botines robados y para desplumar a los incautos.
Ultimamente le he tomado bastante cariño a esa escultura, o intervención cívica, que hay en la esquina sudeste de los Fields, cerca de la mesa de los bebedores, justo delante de Sheep Lañe y de Beck Road, donde viven los artistas oficiales-no oficiales. Los alcohólicos profesionales, que salen con las primeras luces, perros atados con cuerdas, bolsas azules, hacen de cortesanos de un Rey y una Reina de la Madreperla carentes de vida; ambos permanecen sentados, testigos silenciosos de tanta agitación y disparate alucinatorio. Coronados con bombines, los ojos enrojecidos, ofrecen platos de fruta sobre unos regazos generosos. Una corriente helada los envuelve, guijarros marinos, yeso enguijarrado. Hay altares de mosaico decorados por niños de escuelas: langostas, peces voladores, cangrejos. En lechos de lavanda. Budas de la ciudad, las estatuas sobreviven, respetadas por los fundamentalistas y los iconoclastas. La indiferencia oracular de esta oronda pareja es una virtud. Han sido construidos a base de esquirlas y fragmentos de baldosines de colores vivos; daños reconstituidos. Las ruinas de las casas adosadas derruidas, que antaño llegaban al borde mismo de los Fields, han cobrado forma de presencias votivas mellizas, masculina y femenina. Son auténticamente regios, divinamente justos, inmunes a los sobornos y los halagos. Y se han adaptado con elegancia al sitio en donde están, entre dunas ondulantes de cemento, pesebres de robustos árboles perennes, un telón de fondo de viviendas de protección oficial. Los acompaña un pequeño rebaño de ovejas grises, con un musgo aterciopelado en los lomos. El retablo entero, de orígenes poco claros, está siendo calladamente absorbido por la naturaleza: «emigrantes económicos de un parque temático de Antoni Gaudí». Tal como me dijo un estudiante de visita y exageradamente brillante.
Rumbo al oeste, avanzo esquivando el tráfico vespertino entrecortado y tomo Shrubland Road allí donde se bifurca para convertirse en Albion Drive. Un comentarista cultural francés, cámara
digital en mano, viniendo desde la estación de metro más cercana, que no está tan cerca, se emocionó con el letrero descolorido que colgaba delante del pub condenado, el Havelock. Tal como descubro mientras hago entrevistas para este libro, mucha gente de Hackney de toda la vida se orienta por los territorios de su memoria gracias a los pubs. ¿Te acuerdas? Tutearte con la vampira de la dueña. Terrorífica peluca negra como ala de cuervo, garras púrpura, gruesos grilletes dorados en una muñeca muy fina. Las villanías de antaño: fantasmas ahumados apuntalando la barra del bar por la tarde, poniéndose sentimentales cuando hablan de gánsteres muertos, abuelitas que roban en las tiendas. Holloway Nan. Shirley Pitts. ¿O bien sociedades literarias revividas en el cuarto de atrás? Política, conspiraciones, billar. El Havelock es un anacronismo. El aire viciado por el fuego de carbón, cristales sucios y linóleo reincidente. Estas viejas tabernas marrones son embriones de ficciones londinenses, esperando al ventrílocuo adecuado: Patrick Hamilton, Derek Raymond, T. S. Eliot. Escuchar también es escribir. Primero los pubs y después las gasolineras: a ambos los declaran superfluos.
Havelock, la cara del letrero, es insultado ahora por los bloques de pisos fortuitos, una extensión oportunista de instalaciones para el almacenamiento de seres humanos. Y por los nuevos nativos, católicos y musulmanes. En vida, él era un baptista fanático. «Profundamente religioso, un estricto partidario de la disciplina», dicen. Baronet, héroe de la India. Campaña afgana de 1839-40. Primera Guerra del Punjab. Estuvo al mando de una división en la expedición persa de 1856-7. Antes de morir de disentería. Lo cual podría dar una pista acerca del origen del letrero de pub que fascina al francés, que me enseña a mí una captura digital y me exige una explicación.
Hay dos Havelock: a un lado un hombre blanco con uniforme, trencillas y hebillas; y al otro, una versión negra del mismo hombre, el negativo del grabado original. Es como un icono vudú anticolonial de Haití. Eso piensa el francés. Havelock, el inflexible oficial del imperio, vengador de los agravios afganos. Se ennegrece para hacer frente a la extensión de chabolas de Hackney. Con las entrañas destruidas por las excavadoras, es más blanco que un gusano. Borrado de la Historia. Un hombre olvidado.

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