
Quaterni, 2020. 340 páginas.
Tit.or. Kojo. Trad. Alejandra Pérez Gallego y Alejandro Sánchez Herrera.
Incluye los siguientes relatos:
La fábrica
En ese pueblo la fábrica da trabajo a la mayoría de los habitantes. Su presencia es omnipresente, e incluso parecen que han surgido nuevas especies en su entorno. Tres trabajadores sufren, cada uno, su alienación particular.
La aflicción de los peces disco
En una cena de parejas los múltiples acuarios y los peces que contienen dan lugar a una reflexión acerca de la familia, la maternidad y la falta de sentido de la vida
El insecto paria
Un entorno de oficinas, unas larvas de insectos que provocan una sensación de irrealidad y la lucha contra un estado anímico inefable.
Me ha gustado mucho el ambiente kafkiano de estos relatos, donde lo cotidiano es, a la vez, sobrenatural y ominoso. Es una pena que las tramas no sean tan redondas, salvo en el relato de los peces, que está más cerrado. Unas buenas historias que están en la frontera entre la fantasía y el terror psicológico.
Bueno.
No hay ningún problema hasta que llego a la parada de autobús. Normalmente me subo en otra línea, pero sigue siendo una ruta en la que me manejo bien. El problema está en la tercera parada, ya que no existe ninguna con el nombre «Mercado Este». La cuarta parada se llama «Salida Este» y también está frente a un edificio que parece un supermercado, así que me bajo ahí, aún insegura. Entro en el edificio, pero en lugar de un supermercado parece más bien una ferretería, por todos los tubos, chapados y demás materiales para bricolaje que hay en los estantes. Ante mí hay un escaparate inmenso. Una mujer joven, que carga dificultosamente con unos seis paneles blancos del tamaño de medio tatami, se fija en mí y mi uniforme de oficinista. Tardo un poco en entender sus indicaciones pero, según entiendo, puedo salir de la tienda si paso de largo el escaparate, cruzo la sección de jardinería y sigo recto hasta que ya no haya más estantes. A la salida me esperan dos árboles (un arce y un árbol frutal) que crecen dentro de un par de macetas, así como un cartel rojo y dorado en el que se lee «¡Surtido de árboles en venta! ¡Ganga, ganga! ¡800 yenes, precio especial!». Un poco más arriba del cartel se puede leer «¡Oferta especial, 100 yenes por cada planta!» escrito a mano en negro. Este nuevo eslogan es para las macetitas de plantas descoloridas que están apartadas a un lado.
Cuando salgo de la sección de jardinería, veo que en el rótulo del edificio que hay enfrente pone «Mercado Azuma». Que no se llame «Mercado Este» sino «Azuma» me hace pensar en que tal vez Mizutani solo se refiriera a la ubicación y no al nombre en sí, aunque no puedo saberlo con certeza. De todos modos, es un viejo edificio lo bastante imponente como para percibirlo desde lejos: tiene aspecto de gimnasio, con cuatro o cinco pisos de alto y un techo abovedado. El edificio pequeño sí que está, aunque tampoco veo forma alguna
de atravesarlo, así que decido ir por uno de los lados, por un camino sin pavimentar y con alguna que otra mala hierba. Según avanzo, la vegetación pasa a ser más abundante: lo que antes no me llegaba a los tobillos, ahora me rasguña las piernas con rabos de gato y zarzas. Los diferentes tipos de hierba comparten algo en su zona superior, de color rojo con trazas negras y amarillas; es una oruga. No, espera, no es una sola oruga: son muchas, rojizas y negras, y me rodean arrastrándose lentamente por las hojas. Recuerdo lo de los huevos en el rábano de la cena y me dan escalofríos al ver esta escena. Tal vez los huevos que me comí entonces eran de estas mismas orugas. Es más, si ya están en mi estómago, puede que ahora mismo esté incubando más gusanos como estos.
De repente, no me encuentro bien: se me revuelven las tripas. Comienzo a caminar como si me hubieran apuñalado en el estómago y me estuviera cubriendo la herida. Doy pasos a duras penas; mis piernas se tambalean y me preocupa que una de esas malas hierbas pueda hacer que mis medias se rompan o se ensucien. Solo quiero salir de allí lo antes posible. Llega un momento en el que el camino anexo al edificio pequeño se acaba y, por suerte, desemboca en una acera. Ya puedo dejar atrás aquel maldito sendero, pero ahora tengo otro problema: al llegar a una trifurcación, no encuentro ni la agencia de viajes, ni ningún puesto de lotería que me sirva de guía.
¿Qué hago? ¿Vuelvo, o sigo un poco más? Pienso en que lo mejor será decirle al señor Mizutani que me ayude a ubicarme de nuevo, pero al palpar mi bolsillo me doy cuenta de que me he dejado el móvil. Bueno, mejor dicho, como no suelo usarlo en el trabajo, me lo he dejado en el bolso. Decido caminar por la acera. A ver, si desando el camino, volveré fácilmente a la oficina, y allí podré esperar al señor Mizutani[…]
No hay comentarios