Acantilado, 2013. 294 páginas.
Tit. or. Mr. Fox. Trad. María Belmonte Barrenechea.
El señor Fox es un escritor de éxito, la relación con su mujer Daphne no está en sus mejor momento, y tiene una amante-musa imaginaria que le salvó la vida y que ahora parece empeñada en volver su mundo del revés internándolo en un juego de metaficción con aroma de cuentos de hadas.
Lo primero decir que es difícil darle nombre a este artefacto literario. Lo llamaríamos novela, pero son una serie de cuentos entrelazados, que respiran al unísono, y que se articulan a través de un juego de referencias interno que les da una dimensión especial. Ojo, no se trata de un juego postmoderno intrincado con ganas de epatar, sino todo lo contrario.
Porque al principio lo leí pensando en que sería uno de estos libros de literatura amable con los que nos deleita Acantilado de vez en cuando. Pero esa sensación apenas dura unas páginas. Enseguida vemos que la cosa va mucho más allá, y es más oscura. El señor Fox, cual Barbazul literario, mata a todas las protagonistas de sus novelas. Y Mary Foxe, su musa, lo entrega a un viaje en el que se intercambian papeles, se viven vidas ajenas e incluso se involucra la realidad y la relación con su esposa.
Los cuentos funcionan en dos niveles: el primero la historia propia del cuento, en la que muchas veces está presente de manera más o menos directa el maltrato y las relaciones violentas. A veces las víctimas quieren serlo en un juego ambiguo y perverso. El segundo nivel es las piezas que van conformando el puzle de la novela que termina de encajar (o no) al final de la novela (que reconozco que no fue lo que más me gustó).
Todo un descubrimiento. Aquí una entrevista: El señor Fox y aquí otra reseña: El señor Fox.
Muy bueno.
Pero yo sé que esas cosas pueden pasar. Mi marido era profesor de la universidad. Hablaba varios idiomas y me dio libros para leer, él leía noticias de otros países y me dijo lo que era posible. Tendría que haber tenido miedo del mundo, debería haberse quedado dentro con las puertas cerradas y las persianas bajadas, pero no lo hizo, salió. Nuestra hija es como él. Ella es parte de su inmortalidad. Cuando la llevaba en mi vientre, le dije que eso es lo que quiero, que así es como le quiero. Siempre he tenido pavor al embarazo, por las razones que lo temen las chicas que en lugar de vivir sueñan despiertas. Mi cuerpo, con su dolor, sus secreciones y su hambre; si lo hubiera podido sobornar para que se fuera, lo habría hecho. Luego me casé con mi hombre, y me aferré bien a él. Y mi cerebro, mi cerebro que me había dicho que nunca daría un hijo a ningún hombre, por muy encantador que fuera, ese cerebro comenzó a decir algo diferente. Con tal de que el mundo siga existiendo, con tal de que las condiciones sigan siendo favorables, o al menos tolerables, nuestro hijo tendrá un hijo, y ese hijo tendrá un hijo y así sucesivamente, y con todos esos hijos de hijos llega la inevitabilidad de que vuelvan a surgir destellos de mi marido, en sus rasgos, en la forma de utilizar sus cuerpos, en una forma audaz de mover los brazos mientras andan. Dentro de siglos alguna cualidad de la mirada, la sonrisa, la voz de un hombre o la forma de estar erguido o sentado gustarán a alguien de una forma de la que no será completamente consciente, será profundamente amado sólo por un momento, sin preguntarse por qué ha sucedido. No hago caso de las mujeres que dicen que mi hija hace cosas que una chica no debería, y cuando quiero que se mantenga cerca de mí, la dejo
ir. Pero no demasiado lejos; no dejo que se aleje demasiado.
Los soldados me recuerdan a veces a los chicos de aquí. La forma en que solían ser nuestros chicos. Especialmente cuando les pillas sin sus cascos, tres o cuatro de ellos sentados en una pared durante el almuerzo, tratando de disfrutar de sus sándwiches y del sol pero en realidad demasiado inquietos para ello. Luego ves sus rifles junto a sus mochilas y recuerdas que no son nuestros chicos.
—Madre…, ¿me escuchas? He dicho que ahora soy racista.
Estaba preparando a mi hija para ir a la escuela. No sabe hacer nudos, pero le encanta que sus cordones formen lazos extravagantes.
—¿Racista con quién, hija?
—Racista con los soldados.
—Los soldados no son una raza.
—Los soldados no son una raza—me imitó.
—¿Qué quieres que te diga?
Ella no respondió, se marchó con una gran pandilla de amigos de la escuela. Y yo me preocupé, porque mi hija siempre ha visto soldados; en su vida no ha conocido un tiempo o lugar en que los cedros se alzaran hacia el cielo azul sin que se interpusieran uniformes caqui o señales de radio con interferencias.
Una hora más tarde aproximadamente Bilal vino de visita. Un gran honor, estoy segura, la visita de ese fastidioso de Bilal, que no había hecho nada más que molestarme desde el día que llegué a este pueblo. Se sentó con nosotras y mi madre le sirvió té.
—Tres veces he pedido a tu hija que sea mi esposa—dijo Bilal a mi madre. La señaló agitando el dedo. En cuanto a mí, era como si no estuviera allí—. Primera mujer—continuó—. Ni segunda, ni tercera; primera mujer.
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