Fernanda Trías. Mugre rosa.

abril 12, 2022

Fernanda Trías, Mugre rosa
Penguin Random House, 2021. 280 páginas.

Una extraña plaga ha atacado a una ciudad portuaria. Animales muertos y personas infectadas, muchas de las cuales mueren. La mayor parte de la gente a huído al interior, pero todavía queda gente que no se va por diferentes motivos. La protagonista tiene a su exmarido en el hospital mientras cuida de un niño con una enfermedad que le hace comer todo lo que está a su alcance.

A pesar de que la premisa no sea excesivamente original en su distopía (que resuena mucho en esta época de pandemias) la autora lleva la trama con solvencia y se lee con gusto. Hay algunas cosas que no me terminan de encajar, como el propio título, que hace referencia a una especie de pasta alimenticia artificial que apenas tiene importancia en la trama. O esos diálogos entre capítulos que, sin estar mal, no he sido capaz de encajarlos.

En la contraportada se dice dos veces que hay hallazgos poéticos y va a ser que no. La prosa está muy bien, ninguna queja por mi parte, pero el adjetivo poética no es el que mejor le va. Sin quitarle méritos. Poética era aquella Sanguínea, con frases que te mareaban la cabeza.

Bueno.

—No —dijo—, pero nunca me bañé en la Martínez. Cuando era chico mi hermano se agarró una parálisis infantil en esa playa. Imagínese cuántos años hace. Le quedó una pierna más corta que la otra y no sé si la diabetes le vino por eso, pero le vino. Fíjese, le hablo de hace se-sentá años. Más de medio siglo que estos vienen preparando la historia de las algas.
—¿Nunca vio un contaminado?
—Mire lo que le voy a decir: los hay que, si no tienen enfermedades, se las inventan. Una vez llevé a uno que gritaba como si lo estuvieran matando. Se miraba las manos, los brazos, y gritaba. Yo le miré bien los brazos y no vi nada, excepto que tenía la piel roja de tanto gritar.
—¿Y qué más pasó?
—Después el ministerio me dio un tiquecito para que me desinfectaran el auto, pero yo nunca fui. Para qué perder tiempo. Y míreme, acá estoy contando la historia. Hay que dejarse de tanta cosa. La gente es la gente.
Bajé del taxi y me quedé un momento en la puerta del edificio mirando la calle. La niebla se había disipado; los edificios al otro lado de la plaza se veían nítidos por primera vez en días, las hamacas solas, los árboles inmóviles, a la espera del próximo azote. Era el borde difuso entre dos tiempos, con lo bueno de los dos confluyendo en ese instante. Al principio me daba culpa disfrutarlo. La niebla era la contracara del viento rojo, y, según Max, yo quería ir por la vida sin pagar ningún precio por nada. Tal vez sea cierto, y por eso vivo dando vueltas en la calesita del pasado, arrebujada en la memoria como en un sillón demasiado blando. Sin la niebla, los árboles se llenaban de detalles. Cada rama seguía una curva caprichosa y única; las hojas dejaban de ser una masa genérica de colores im-
precisos y podía verse dónde terminaba una y empezaba la otra. Ya no me daba culpa pararme a mirar las calles como habían sido en otra época, los breves minutos en que las cosas se volvían tangibles, aun si eso significaba la inminencia del viento. Yo siempre había creído que el misterio era aquello oculto que intuíamos pero que se nos escapaba; ahora sé que no. El misterio siempre estuvo en la superficie de las cosas. El viento iba a soplar de un momento a otro, pero yo estiré el tiempo un poco más, empujando el límite del peligro, hasta que un camión patrullero apareció en la esquina de la plaza y me hizo juego de luces para que entrara al edificio.
Durante el viento rojo, los camiones blindados de la policía patrullaban la ciudad. Su tarea consistía en rescatar a los audaces e impedir que los locos saltaran al agua. Antes que nada, primaba el pudor: evitar el pequeño número exhibicionista de despellejarse en público. El patrullero no se detuvo, pero avanzó lento, vigilando mi intención. Le hice una seña tranquilizadora. Todo estaba bien.
El asunto de los peces obligó a renunciar al ministro de Salud. Ahí empezaron los escándalos que luego terminarían en la creación del nuevo ministerio, más autónomo, más rico, una especie de Estado paralelo. El río no se vació por completo de peces, pero ningún biólogo o experto en medioambiente pudo explicar por qué algunos pocos se adaptaron. El nuevo ministerio tomó las riendas del asunto, las riendas del río con peces mutantes y algas color borra de vino que estaban acabando con el ecosistema.

2 comentarios

  • Cities: Walking abril 12, 2022en3:44 pm

    Me llamaba mucho la atención este título pero como no estaba disponible en la biblioteca cuando fui a por él saqué La azotea en su lugar. Después de terminarlo se me quitaron las ganas de repetir con Fernanda Trías y tampoco te veo muy emocionado con él.

  • Palimp abril 15, 2022en11:14 am

    El libro no está mal, el ambiente que crea está bastante conseguido, pero no, no me ha emocionado.

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