Xordica, 2005. 62 páginas.
Tit. or. Histórias falsas. Trad. Ana M. García Iglesias.
Conjunto de relatos en los alrededores de los protagonistas de los orígenes de la filosofía occidental; historias de algún hermano, primo o conocido que nos da un contrapunto de lo que consideramos oficial.
Todas tienen una clara influencia de Borges, que no se oculta puesto que una cita suya encabeza el libro. Me ha recordado a los cuentos de Dolina. También en las referencias a la filosofía oriental que acompañan a cada relato
Breve pero sabroso.
¿Zenón negaba su poder?
Es necesario que admita públicamente su error, que no lo pueda volver a cometer, una forma exacta de afirmar: ¡entonces que muera!
Sin embargo, como el poeta, Zenón frente al poder tenía un lema: «Resistir mucho, obedecer poco». Lema tan audaz como peligroso.
Es que a los tiranos podemos dividirlos en dos especies: los que admiran más la audacia de lo que la temen, y los otros.
En definitiva: el tirano que se cruzó con la vida de Zenón era de los otros.
Del soberano chino Xuan Zong se cuenta que, admirador profundo del poeta Li Bai, le pagaba las deudas en la taberna, le condimentaba la comida, y llegaba incluso a limpiarle la boca con su propio pañuelo real. Muchas otras veces en la Historia, el poder se arrodilló frente a la filosofía y el arte. Unas por sincera devoción por lo bello, otras por miedo: los poetas y los filósofos tienen lazos secretos con los dioses y los demonios, así se decía y se dice aún, entre los incapaces de la construcción de palabras e ideas.
En el tirano del que se habla todas las causas eran esclavas de una: del miedo.
Durante dos años endulzó a Zenón: le ofreció comodidad; días con promesa de oro por debajo. Le pedía, sutilmente:
-Abandona las ideas que cuestionan la realidad. Mira hacia mi trono; soy el soberano. Soy aquel que manda en la realidad.
Suficiente filósofo para solo oír lo justo, Zenón prosiguió con su método, mostrando la inexistencia de la materia y lo ridículo de lo alto.
En la Ilíada, Hornero relata la indignación de la diosa Hera, frente a la voluntad de Zeus de modificar el rumbo de la batalla, salvando Sarpedón, su hijo.
Dice la diosa por el arte de Hornero:
«Un hombre, que es mortal, hace mucho marcado por el destino, ¿y tú quieres liberarlo de la muerte nefasta? Hazlo, pero nosotros, los otros dioses, no lo aprobamos».
Como la diosa Hera, Zenón obedecía a una fuerza mayor: el destino.
¿Atreverse a cambiar sus ideas, el pensamiento? «Mi idea es mi destino» -pensaba Zenón para sí mismo-, «modificarla no está al alcance de los dioses y mucho menos de los hombres». Y concluía, convencido: «Soy lo que pienso; lo seré por lo tanto hasta el final».
Rápidamente, de esta forma, el tirano se precipitó en su tiranía. Había intentado el fruto: falló. Faltaba ahora el otro lado: la espada. Sumergido en sus instintos primarios, cualquier tirano es como aquel sabio zen (pero sin la sabiduría) que exclamaba:
-Si decís una palabra os daré treinta bastonazos de castigo. Si estáis en silencio os daré igualmente treinta bastonazos.
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