Fred Vargas. El hombre de los círculos azules.

noviembre 11, 2024

Fred Vargas, El hombre de los círculos azules
Debolsillo, 2015. 250 páginas.
Tit. or. L’homme aux cercles bleus. Trad. Helena del Amo.

Alguien se dedica a pintar círculos de tiza azules en el suelo, enmarcando objetos casuales en las aceras. El inspector Adamsberg, hombre más intuitivo que racional, sospecha que algo turbio se esconde tras ese acto. Por desgracia, un asesinato le da la razón.

Las novelas de Fred Vargas suelen ser bastante originales y cuando encontré la primera de la saga de Adamsberg en un sitio de intercambio me abalancé sobre el libro sin dudarlo. Y he disfrutado tanto que me hago el propósito de leerme la serie de novelas, porque de momento todas las que he leído las he disfrutado un montón.

Esta, por ser la primera, creo que todavía no es del todo redonda, a veces un poco melodramática y alambicada, pero la he disfrutado un montón, incluso ese final de corte romántico.

Muy bueno.

El tercer artículo, por último, era menos preciso y muy corto, pero señalaba el descubrimiento de la noche anterior, en la Rué Caulaincourt: dentro del gran círculo azul se encontraba un ratón muerto, y alrededor del círculo aparecía escrito, como siempre: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».
Adamsberg puso mala cara. Era exactamente lo que sospechaba.
Metió los artículos bajo el pie de la lámpara y decidió que tenía hambre aunque no sabía qué hora era. Salió, caminó durante mucho rato por calles aún poco familiares, compró un bocadillo, un refresco, cigarrillos, y regresó lentamente a la comisaría. En el bolsillo de los pantalones notaba a cada paso cómo se arrugaba la carta de Christiane que había recibido esa mañana. Siempre escribía en un papel grueso y lujoso que resultaba muy molesto en los bolsillos. A Adamsberg no le gustaba ese papel.
Debía informarla de su nueva dirección. A ella no le costaría demasiado venir con frecuencia porque trabajaba en Orléans. Aunque daba a entender en su carta que buscaba un empleo en París. Por él. Adamsberg movió la cabeza. Más tarde pensaría en ello. Desde que la conocía, hacía seis meses, siempre intentaba lo mismo, hacer lo posible por pensar en ella más tarde. Era una chica nada tonta, incluso muy lista, pero poco dada a cambiar ciertas ideas preconcebidas. Era una lástima, por supuesto, aunque no demasiado grave, porque el defecto era leve y no había que soñar lo imposible. Y además lo imposible, la brillantez, lo imprevisible, la piel suavísima, el perpetuo movimiento entre gravedad y futilidad, lo había conocido una vez, hacía ocho años, con Camille y su estúpido tití, Ricardo III, al que llevaba a mear a la calle, diciendo a los transeúntes que se quejaban: «Ricardo III tiene que mear fuera».
A veces el monito, que olía a naranja, no se sabe por qué porque no las comía, se instalaba sobre ellos y hacía como que les buscaba piojos en los brazos, con expresión concentrada y gestos rotundos y precisos. Entonces Camille, él y Ricardo III se rascaban invisibles presas en las muñecas. Sin embargo, su querida pequeña había huido. Y él, el poli, nunca había tenido la puñetera posibilidad de volver a ponerle la mano encima durante todo el tiempo que la había buscado, un año entero, un año larguísimo, y más tarde su hermana le había dicho: «No tienes ningún derecho, déjala en paz». La querida pequeña, se repitió Adamsberg. «¿Te gustaría volver a verla?», le había preguntado su hermana. Solamente la menor de sus cinco hermanas se atrevía a hablar de la querida pequeña. Él había sonreído al decir: «Con toda mi alma, sí, al menos una hora antes de morir».
Adrien Danglard le esperaba en el despacho, con un vaso de plástico en la mano lleno de vino blanco y sentimientos encontrados en el rostro.
—Comisario, faltan las botas del joven Vernoux. Unas botas bajas con hebillas.

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