El comisario Adamsberg se enfrenta a tres casos a la vez. Un desaprensivo está atando cordeles a los pies de las palomas. Un magnate ha resultado muerto por un incendio en un coche que apunta a un conocido incendiario que el comisario cree inocente. Y en un pueblo de Normandía el ejército furioso se ha vuelto a aparecer y ha vaticinado cuatro muertes…
Las novelas de Fred Vargas más que presentar un caso y pistas para resolverlo se dedican a mostrarnos personajes muy atractivos y a hacerlos interaccionar. La respuesta a los misterios le serán dados a Adamsberg por inspiración divina, un poco al modo de Chesterton del que opinan los críticos que hace trampas porque el autor le sopla las respuestas al oído.
Pero da igual lo enrevesado que parezca todo porque como toda buena novela negra al final se descubre al asesino, así que podemos sentarnos y disfrutar de esos retratos en los que la autora es especialista y ver como la máquina engrasada de ese equipo aparentemente disfuncional va aplastando los problemas y encontrando la solución.
Una delicia.
Siete minutos después, tranquilizado por la presencia de otra botella, Danglard se sirvió otro vaso y empezó la historia de Gauchelin, pero se interrumpió, alzando los ojos hacia el techo.
—Pero quizá la crónica de Hélinand de Froidmont, de principios del siglo XIII, da una idea más nítida de los hechos. Deme unos instantes para hacer memoria, no es un texto que consulte todos los días.
—Hágalo —dijo Adamsberg desconcertado.
Desde que había comprendido que estaban alejándose hacia las oscuridades de la Edad Media, abandonando a Michel Herbier a su suerte, la historia de la mujer menuda y de su terror se presentaba bajo una perspectiva con la que no sabía qué hacer.
Se levantó, fue a servirse un vaso modesto y lanzó una mirada al palomo. El Ejército Furioso ya no tenía que ver con él, y se había equivocado acerca de la evanescente señora Vendermot. Esa mujer no lo necesitaba. Era una inofensiva demente, suficientemente loca para temer que las estanterías se le cayeran encima, incluso las del siglo XI.
—La historia la cuenta su tío Hellebaud —precisó Danglard, que ya se dirigía solo al joven.
—¿El tío de Hélinand de Froidmont? —preguntó Zerk muy concentrado.
—Exactamente, su tío paterno. Dice así: Cuando, hacia mediodía, yo y mi sirviente nos aproximábamos a dicho bosque, él, que me precedía cabalgando rápido para que fueran preparándome el albergue, oyó un gran tumulto en el bosque, como de numerosos relinchos de caballos, fragor de armas y clamor de una multitud de hombres yendo al asalto. Aterrorizados, él y su caballo volvieron hasta mí. Cuando le pregunté por qué había dado media vuelta, respondió: «No he conseguido que avance mi caballo, ni azotándolo ni espoleándolo, y yo mismo he sentido tal terror que no he podido seguir adelante, pues he visto y oído cosas asombrosas».
Danglard tendió el brazo hacia el joven.
—Armel —Danglard se negaba en rotundo a llamar al joven por su nombre de guerra, «Zerk», y recriminaba enérgicamente al comisario por hacerlo—, lléname el vaso y sabrás lo que vio esa mujer, Lina. Sabrás el terror de sus noches.
Zerk sirvió al comandante con la solicitud de quien teme que una historia se interrumpa, y volvió a sentarse junto a Danglard. No había tenido padre, nadie le había contado historias. Su madre trabajaba por las noches limpiando en la fábrica de pescado.
—Gracias, Armel. Y el sirviente prosiguió: El bosque está lleno de almas de muertos y de demonios. Les he oído decir y gritar: «Ya tenemos al preboste de Arques, vamos a prender al arzobispo de Reims». A lo que respondí: «Imprimamos en nuestra frente la señal de la cruz y avancemos sin peligro».
—Eso lo dijo el tío Hellebaud.
—Así es. Y dijo Hellebaud: Cuando avanzamos y llegamos al bosque, ya se extendía la oscuridad y, sin embargo, oí las voces confusas y el fragor de las armas y los relinchos de los caballos, pero no logré ver las sombras ni entender sus voces. Cuando volvimos a casa, encontramos al arzobispo en las últimas, y no sobrevivió quince días después de que oyéramos las voces. Dedujimos que se lo habían llevado los espíritus que habían dicho que lo prenderían.
—No se corresponde con lo que contó la madre de Lina —intervino Adamsberg con voz sorda—. No dijo que su hija oyera voces ni relinchos, ni que hubiera visto sombras. Solo vio a Michel Herbier y a otros tres con los hombres de ese Ejército.
—Eso es porque la madre no se habrá atrevido a decirlo todo. Y porque en Ordebec no hace falta dar precisiones. Allí, cuando alguien dice: «He visto pasar al Ejército Furioso», todo el mundo sabe de qué va la cosa. Voy a describirle mejor al Ejército que ve Lina, y entenderá que sus noches no sean dulces. Y si hay algo seguro, comisario, es que en Ordebec debe de llevar una vida muy difícil. Sin duda la rehúyen, la temen más que a un nublado. Creo que la madre habrá venido a hablar con usted para proteger a su hija, sobre todo por eso.
—¿Qué ve? —preguntó Zerk con el cigarrillo colgando de los labios.
—Armel, ese viejo ejército que extiende su fragor no está intacto. Los caballos y sus jinetes están descarnados, les faltan brazos y piernas. Es un ejército muerto, medio putrefacto, aullante y feroz, que no encuentra el cielo. Imagina eso.
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