Primer encuentro con el detective Plinio, muy alejado de los referentes clásicos del género. Un guardia municipal de pueblo, honrado padre de familia, que con toda su cachaza resuelve los casos dejándose llevar por su intención y buen juicio. En este caso resolver la desaparición de dos hermanas de su pueblo que llevaban viviendo en Madrid muchos años y que han dejado un piso vacío y ninguna pista.
En la contraportada afirman que Plinio está muy lejos del Carvalho de Montalbán, y mi impresión ha sido la contraria. Aunque las características de los personajes son muy diferentes los dos son utilizados por sus respectivos autores para hacer un retrato de la sociedad muy preciso, visto a ras de suelo, con bastantes momentos de lirismo en la prosa. La solución del enigma pasa a un segundo plano mientras vemos las evoluciones de los detectives por una fauna de personajes que reconocemos de inmediato.
Un gran descubrimiento que he disfrutado mucho. Muy recomendable.
Sin más preámbulos fueron hasta Sol para empezar el itinerario faraónico.
—Desde que Madrid se ha hecho tan grande, ha perdido la alegría. Ahora, la gente que se cree bien (y ya lo cree hasta el último mono) no va a las tascas y a los bares con luces y voces. Prefieren unos sitios elegantes de muy poquita luz, con parejas achuchándose y venga de tomar whisky, que vale un riñon y sabe a zapato viejo… Ahora vengo de estar con unos señoritingos que quieren embotellar vino y me han tenido dos horas en un snack (que no sé lo que quiere decir) con musiquilla de fondo. He salido con el corazón y los bolsillos Henos de sombras, ¡Jesús, qué gafería!
Plinio se detuvo ante el escaparate de una zapatería de señoras.
—¿Qué miras, Manuel?
—Es que tengo que llevarles zapatos a la mujer y a la chica.,. pero todos los que veo me parecen muy modernos. ¿Sabéis lo que me pasa? Que sólo tengo en la cabeza el tipo de zapatos que llevaba mi madre y mis hermanas; vamos: zapatos y botas, y en los que llevan ahora mis mujeres no me fijo nunca.
—Oye, igualico me pasa a mí con las bragas —saltó el Faraón.
—¿Cómo con las bragas?
—Hombre, sí, que siempre que me imagino a una tremenda en paños menores, la veo con los pantalones que llevaban en mi mocedad y no con estas cortedades de ahora, aunque sean más comprometedoras. Tú me entiendes.
—Lleváis razón los dos —añadió don Lotario con cierta melancolía—. Es que cuando llega uno a cierta edad ya no ve lo que tiene delante sino lo que vio en los tiempos que veía,
—Vaya trabalenguas, maestro don Lotario —rezongó el Faraón.
—Trabalenguas pero muy claro. Que ya no hacemos más que mirar, pero no vemos más que lo que tenemos dentro, en la recámara de la juventud, cuando mirábamos para ver —ayudó Plinio.
—Quiquilicuatre, Manuel. Lo mismo que se sigue comiendo y no se crece. Antes todo te alimentaba y daba lustre. Ahora todo te agostiza.
—Bueno, señores, menos viejalidades y más orgullo, que llegamos a la Ostrería. No me vayan a dar la noche con sus senequeces. Vamos a entrar en juego como en los tiempos mozos, que el lustre va por dentro. Que yo entreforros me siento tan caldoso y prieto como endenantes. Luego, un puñao de bicarbonato y a dormir al tachún.
A Plinio se le llenó su cara, casi siempre inexpresiva, con delgados sudores de ternura, de arrebol, de nostalgia: «Los derechos del hombre. Pobres míos. Pobres viejos liberales, con el corazón encima del bolsillo y aquella lírica, santurrona ingenuidad, de creer en un derecho para todos. Qué risa, macho, qué risa y qué retorcimiento de chilindrines. Al que dijo paz y pan, la palabra y la regla para todos, para los ricos también, desde que el mundo es mundo, le clavaron al aspa. La orden y la ley… bien fabricadas, manipulosamente fabricadas, aunando en el tesoro, lo guindó siempre. Pobres tiernos, temblorosos y palabreros liberales. Siempre llega la cincha, ¡y tras!, a hacer puñetas. Y recordaba a los republicanos de su pueblo. Aquel de la chalina, la breve melena, el libro de Blasco Ibáñez bajo el brazo, explicando en el casino, entre un corro de sonrisas cachondas, el paraíso cercano de la igualdad, la fraternidad, la legalidad. Ay, qué coño de hombre. Qué ternura y tragedia al remate. Puchades, aquel novio desaparecido de las hermanas coloradas, debió andar también por los cafés famosos de Madrid leyendo sus trozos de Blasco Ibáñez y de Dicenta; con el pecho inflamado por la buena nueva de la República segunda; seguro de que acabaría por convencer hasta a don Norberto. ¿Quién podía negarse a tanta hermosura de programa?».
Cerraron la caja y marcharon a comer al hotel. Excitado por estas leves meditaciones, fueron rememorando los días de la República en Tomelloso, que Paquito García Pavón, el nieto del hermano Luis el de El Infierno, pintó en sus Cuentos republicanos y en Los liberales.
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