Una entrega más de Buenaventura Pals, que tras heredar una editorial de medio pelo tiene que ejercer de nuevo la profesión de detective aficionado, en este caso para encontrar a un cientÃfico judÃo que vivÃa en Cadaqués y que ha desaparecido misteriosamente. Con sus métodos poco ortodoxos y un poquito de suerte intentará salir airoso del encargo.
Siento debilidad por este detective inteligente pero peculiar, pariente lejano del protagonista del misterio de la cripta embrujada, menos loco y más tierno, al que el autor le tiene cariño, porque suelen pasarle cosas muy buenas. Hay momentos que te arrancan una carcajada y la galerÃa de personajes es tan extravagante como el protagonista.
Muy bueno pero por desgracia muy inencontrable.
En la explanada del aparcamiento, delante de la Rambla, unos mozalbetes abrÃan un Citroen CX mediante el ingenioso truco de la ganzúa. Dejaron la tarea por unos instantes y, cuando se dieron cuenta de que yo no iba a molestarles, siguieron laborando. Pusieron en marcha el coche y se alejaron por la Plaga de Catalunya hacia Maragall. Yo me interné en Nova del Teatre, dejando a la izquierda el Ayuntamiento, cuyos bares permitÃan a sus televisores aullar los comentarios futbolÃsticos dominicales. Cerca del antiguo teatro Modem, ahora convertido en cine doble, una de cuyas salas ostenta la calificación de X, me metà en un pub que lucÃa el pomposo nombre de Paradise Now. Allà dentro, un camello lila me vendió una lÃnea de coca, que esnifé cuidadosamente con una pajita en la cabina de teléfonos. Aquello me animó hasta el nivel de ponerme a sopesar los pros y los contras de la proposición de Steiner, anotándolos en la pizarra de las puntúa-, dones de los dardos. Intenté magrear a una chica que fumaba caliqueños espatarrada sobre un sofá, pero era más frÃa que el hidrógeno lÃquido y además podÃa tratarse de la novia de un negro que se eternizaba en los lavabos. Todo el mundo empezaba a mirarme mal y opté por abrirme y cambiar de aires.
Las calles húmedas y estrechas estaban vacÃas. Me pegué a una pareja madura que salÃa del Modern, hasta llegar de nuevo a la Plaga del Vi. El hombre caminaba delante y la mujer dos pasos más atrás, al estilo árabe. Como sea que yo seguÃa a la mujer, entre los tres formábamos un esbozo de procesión. La coca me hacÃa ver el cielo púrpura y destacaba el aura de las personas que iba encontrando a mi paso. Los guardias a la entrada del Teatro Municipal poseÃan un aura roja; los aficionados al fútbol de los bares despedÃan jirones de un aura verde desleÃda; los fantasmas de los manaies en los balcones de la Casa Consistorial brillaban de puro dorados. Por Ciutadans, con cuidado de no caerme en las heridas abiertas en el adoquinado, llegué hasta Pou Rodó, Pont de la Barca y el Carrero de las Mosques —supongo que asà denominado en honor a Sant NarcÃs—, corazón de la Girona del PuterÃo. Las mujerucas que permanecÃan ancladas en los bares sufrÃan en sus carnes la crisis levantada por las casas de masajes, los
contactos telefónicos y los pisos compartidos por amiguitas. Eran muestras de otra época, últimos bisontes lanudos en trance de desaparición en las praderas del asfalto. Las habÃa gitanas, una mora picada de viruelas, la bizca lagrimosa y el resto de los caprichos de la naturaleza: hidrópicas, cojas, ratonas y cochambres. Los chulos eran todos gitanos del Pedret. Me recomendaron a la «Vampira» y yo me suponÃa que se referÃan a una mamona a encÃa libre, o algo por el estilo. Pero mi horror fue transparente cuando me explicaron que entre todos los acólitos cerraban las tres calles y entonces la «Vampira» te perseguÃa por la oscuridad hasta cazarte y luego te mordÃa en el cuello para sorberte un par de alivios de sangre, todo por la módica cantidad de dos mil quinientas pafias. Preferà acodarme en la barra de Las sÃlfides y convidar a orujo a un manguis. Me resultó todo un especialista. En su casa, su mamá fabricaba cinco clases diferentes de orujo, desde el estilo Chinchón, hasta el apimentado. Se empeñó en que probara por lo menos los tres que poseÃa su cuñado en la reserva. El cuñado ejercÃa en el Morocco, justito al lado. Entre la coca, los orujos y el intento de paja de la Conchi, una enana besucona a la que recuerdo muy vagamente, me quedé mareado como pato en un tiovivo y acto seguido frito como mata de chanquete, en una yacija entre cajas de cerveza.
Antes de que la cofradÃa me robara de malos modos, les ofrecà la cartera, el reloj y un peine de carey. El manguis insistió en que me quedara con media lechuga para el taxi. No tuve necesidad de ella, porque aparecà frente a Sant Feliu con los tambores del ejército romano alojados en la cabeza. Un par de guardias municipales me recogieron en un coche patrulla y me depositaron en el hotel. El más viejo de los dos tuvo la gentileza de reñirme. Le agradecà su interés con una vomitona que le dejó el uniforme a las buenas noches. Su compañero me arreó detrás de las orejas y ya no desperté hasta la mañana siguiente, con la boca de estropajo, las manos al terele y el cerebro de cristal.
El teléfono me machacó los tÃmpanos para avisarme de que Steiner me esperaba en recepción. No tenÃa reloj, sin embargo supuse que eran ya las nueve. Balbuceé algo asà como que me aguardara desayunando, que iba a tardar un rato en recomponer los pedazos de mi persona que andaban diseminados por el cuarto. La operación de remiendo se inició con duchas alternativas de agua frÃa y caliente y siguió con un par de comprimidos especiales que conocÃa de mis tiempos de mozo de botica.
En las noches de tormenta, la vemos aparecer, fosforescente, entre los árboles. Los dÃas de sol se tiende en la hierba o sobre la arena. Es un olor a polen, gusto de miel, música de las esferas, arco iris y plumón de ave en libertad. Aquella chica frutal como Ingrid, tierna como Marilyn, calibrada como Ava, satinada, como Rita, rotunda como Claudia. Pues bien, compañeros, lo creáis o no, aquella chica estaba allÃ, de pie en medio de las mesas, buscando acomodo.
Alas solemnes,
tus pasos empantanan
intensa fiebre.
Mi sueño ha sido siempre una mujer de curvas generosas, senos acogedores, cabello pajizo y ojos melancólicos, que ande un poco perdida y se note su peso en la tierra y su calidez en el aire. Allà estaba. ¡Dios mÃo: haz que me derrita ahora mismo y ella me tome con la cucharita del helado! ¡Conviérteme en sinfonÃa a fin de que penetre por sus oÃdos, y sonará Haendel en las trompetas de Falopio y Mussogorsky en el Monte Peludo!
La aparición fue la última en sentarse a la mesa, justo frente a mÃ. Sus compañeros la dejaban como rezagada. La observé mientras acercaba la silla, desplegaba la servilleta y echaba un vistazo al menú. Ella se dio cuenta, se pasó la mano por la nuca, leve cosquilleo nervioso. Nuestras miradas se encontraron, una, dos veces. Ella bajó los ojos y afectó interesarse por la conversación trivial iniciada a su alrededor. Yo no podÃa abandonar el óvalo de su rostro y ella no se desprendÃa de su incomodidad.
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