Fernando Sanmartín. Viajes y novelerías.

septiembre 26, 2014

Fernando Sanmartín, Viajes y novelerías
AMG Editor, 2004. 69 páginas.

Sigo disfrutando del tesoro que en su momento me regaló mi amiga Sandra, una bolsa llena de libros editados en mi tierra y que, de momento, me han gustado muchísimo. Le toca el turno a este premio Café Bretón, recopilación de artículos o pensamientos cuyo origen siempre está en un viaje. Bajo esta premisa el autor aprovecha para reflexionar sobre diversos temas, como el regreso o los recuerdos.

Lo mejor es la prosa, muy cuidada y con momentos muy brillantes. Un lirismo sin alharacas, cada artículo se cierra con un broche impecable, en ocasiones de verdadero lustre. Parecen notas dispersas, al descuido, pero acaban siendo mucho más.

Todo un descubrimiento. Y no soy -por suerte- el único: «VIAJES Y NOVELERÍAS» DE FERNANDO SANMARTÍN y Viajes y Novelerías .

Calificación: Muy bueno.

Extractos:
EXTRAÑO ESPECTÁCULO
En París, ese lugar donde nunca supe lo que es aburrirse, asistí una noche de julio a un espectáculo gurdo. Fue en el Barrio Latino, en la place de Saint-Michel, junto a las mesas de un café. Allí, un hombre que decidió ejercer de faquir, orientado por las cervezas que había bebido y buscando lo inexplicable, rompió un botellín de vidrio en el suelo, extendió los cristales y, sin camisa, se tumbó colocando su espalda encima de ellos. No pasó nada. Nadie aplaudió. Y no hubo sangre ni engaños. El faquir continuó bebiendo. Llevaba el desamparo en el rostro. Llevaba un pantalón manchado de barro. Llevaba como cinturón una cuerda de esas que llaman pita. Aquel hombre no era un ilusionista y en ningún momento lo vi sonreír.
El alcohol extingue los miedos. O los aumenta. Convierte a algunos en matón, en confidente, en sombra, en botarate, en azúcar, en rompecristales o en cliente de puticlú. Pero nunca supe de nadie que se transformara en faquir.
En París, muchos han sido lo que nunca imaginaron. Yo vi a un faquir que no lo era y al que nadie aplaudió su atrevimiento ni su locura, un faquir que producía indiferencia, rechazo, algo que no sucede con los verdaderos faquires.


Hoy regreso a España. El aeropuerto de Estrasburgo no es grande, está limpio y tiene dentro una escultura homenaje a Saint-Exupéry. La escultura es un aviador que escribe y lleva en su brazo a un pequeño príncipe. Regresar es una palabra larga, con muchas erres, difícil de pronunciar en Francia. Regresar es un concepto que significa limpiar el polvo a los disfraces. Regresar es disponerse a utilizar esparadrapos y pastillas para el atolondramiento. Regresar es ver de nuevo nuestro rostro en un espejo y conseguir, ante todo, que no nos resulte ajeno.


Pero volviendo a la piscina, no debo olvidar que allí leí también Las nuevas noches árabes, de Stevenson. Cuando me adentré en sus páginas, las bañistas perdieron interés durante mi lectura, se convirtieron en algo secundario. Aquel libro era un botín para mí solo, una revelación, la escritura borrachera, el gigante que existe para llevarte en su mano. Los cuentos de ese libro —que su autor había ido publicando en el London— me producían asombro, disfrute y el deseo de saber, página tras página, el desenlace último de lo que ocurría en el Club de los Suicidas o en la casa de las persianas verdes. Nunca olvidaré al príncipe Florian, ese gran personaje de Stevenson que perdió el trono de Bohemia —según se nos cuenta— por una revolución que triunfó con el pretexto de las aventuras y completo descuido de los asuntos de estado por parte de su alteza. Y tampoco olvidaré, sobre todo cada vez que voy a Londres, que el príncipe acabó poseyendo una tienda de cigarros en Rupert Street —calle que se encuentra junto a Piccadilly Circus y atraviesa, si no me equivoco, Shaftesbury Avenue—, algo que narra Stevenson en las últimas páginas de ese libro. ¡Qué final tan republicano y tan hermoso!
Uno desconoce si llegará el momento en que podamos ser algo de lo que hemos leído. También desconoce uno si la vida, extraño juego de ajedrez, nos permitirá la conversión en algún personaje ficticio o, al menos, tratar con alguien que hemos conocido dentro de una novela o en un relato. Ojalá podamos. Pues no sería mala cosa charlar con Jean Valjean de las astillas del alma o descubrir con Florian de Bohemia un complicado crimen.
Yo, insisto, fui lector de piscina. Hace muchos años. No es raro porque en todas las piscinas hay lectores. Quizá porque el libro es también un chaleco salvavidas, un flotador. Y eso que la humedad, ya se sabe, es lo peor para el papel.

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