RqueR Editorial, 2005. 200 páginas.
Seguimos con los fragmentos de este libro. Los agentes literarios y, en particular, Carmen Balcells:
A Carmen la he tratado mucho y creo conocerla bien. La dmiro, la quiero, la he odiado a ratos. (Sospecho que también sus sentimientos hacia mí son ambivalentes.) Es contradictoria y desmesurada. Entrañable a menudo, y brutal en ocasiones, pórque posee en grado extremo la máxima característica de los que detentan y aman el poder: la arbitrariedad. Desde luego, es única e irrepetible. No hay ni habrá otro agente literario que pueda comparársele.
Cuando yo empecé a editar en los años 60, la posición de muchos escritores ante el editor era en general penosa. Los contratos se extendían por un plazo de tiempo ilimitado, incluían los derechos secundarios, comprometían los futuros libros que escribiera el autor. Este no tenía el menor control de la cantidad de ejemplares que se imprimían y vendían, ni de la honestidad de las liquidaciones que anualmente debían presentársele y abonársele. Pocos, poquísimos autores, vivían de sus libros, y apenas ninguno se hacía rico. Gracias a Carmen Balcells, son muchos los escritores que han ganado unas cantidades de dinero y han accedido a un nivel de vida que no podían ni soñar, lo cual ha repercutido, como es lógico, también en aquellos que son de su agencia. Hay que reconocer que esto supone el fin de una situación abusiva e injusta, que es un cambio importante y que se explica que la mayor parte de sus autores —a los que ha resuelto a menudo la vida en más de un sentido y no sólo el económico— la adoren. No creo que haya nadie a quien haya dedicado más libros que a Carmen Balcells. Me escribió en cierta ocasión Mario Vargas Llosa: «Yo soy de una nulidad total, de una incapacidad casi ontológica, para las negociares comerciales, y por eso he llegado a un acuerdo con Carmen, para que en adelante ella se ocupe de todo lo relativo a las ediciones de mis libros, y decida sobre cláusulas, opciones, regalías, etcétera. No tiene por qué resentirte que Carmen trate de obtener para el autor las mejores condiciones; es lo lógico (en la jungla en que vivimos), como lo es también que el editor defienda a brazo partido lo que más le conviene. Ya sé que es feo plantear las cosas con esa crudeza, pero desgraciadamente no veo otra alternativa: donde vuelvo la cara, compruebo que las cosas son así». Perfectamente explicado. Supongo que es el sentir de la mayor parte de escritores, y no les falta parte de razón.
Aunque quedaban entonces —supongo que ahora menos— algunas excepciones, como la fidelidad de Miguel Delibes a Vergés y Ediciones Destino, o la relación de Jeróme Lindon —tal vez el mejor ejemplo de editor independiente, vocacional, descubridor de nuevos talentos— con muchos de los autores de Les Éditions de Minuit. Lindon me contó que, en un momento en que tuvo dificultades económicas, Samuel Beckett le firmó un talón en blanco, y de Lindon recibí una lección de elegancia y buenos modales que todavía me avergüenza. Lumen estaba editando a Beckett —que no compraba ni leía nadie— cuando le dieron inesperadamente el Nobel de Literatura. Habituada a «la jungla en que vivimos», di por descontado que ahora muchos otros editores de lengua castellana querrían las obras que no habíamos contratado todavía nosotros, y mandé un telegrama a Lindon, felicitándole por el premio y añadiendo que, fueran cuales fueran ahora los anticipos, estábamos dispuestos a pagarlos y a competir para conseguir los derechos. Me contestó que no entendía a qué me estaba yo refiriendo, que Beckett era el mismo antes y después del Nobel, y que naturalmente las condiciones de los contratos eran aquellas de las que habíamos estado hablando hasta entonces. No hay en la jungla muchos Samuel Beckett ni muchos Jeróme Lindon, pero reconforta que haya algunos y la hace un poco más habitable.
Un itinerario con Neruda por Barcelona que muchos hubiéramos querido poder hacer:
Porque sí se trataba de Pablo Neruda —acompañado, como siempre que le vi, por Matilde Urrutia— y sí fue aquella tarde memorable. Neruda, como tantos otros, había jurado, y lo había manifestado repetidas veces en público, no regresar a España mientras siguiera Franco en el poder. Y a pesar de que, como para tantos otros, la espera se prolongaba más de lo esperado, lo había cumplido hasta entonces. Ahora aprovechaba la circunstancia de que, si viajas en barco, puedes desembarcar en los puertos donde hace escala con un simple pase que te entregan al bajar y devuelves a tu regreso —sin que quede constancia en el pasaporte ni en ningún otro documento, sin que legalmente hayas entrado en el país—, para pasar tres o cuatro horas en una Barcelona para él entrañable y llena de recuerdos, donde había estado en tiempos de guerra.
Siguiendo el itinerario que marcaba el hilo de su memoria, nos guió a través de gran parte de la Barcelona vieja, desde el ayuntamiento, el barrio gótico y la catedral hasta Santa María del Mar y la Plaza Real. A lo largo de este recorrido nostálgico, el poeta habló casi sin cesar. Evocó con su voz ronca, rota, personalísima —la voz con la que leía sus versos en las calles, las plazas, las escuelas, los teatros de Chile— tantas horas intensas y apasionadas, tantas esperanzas frustradas, tantos sueños rotos, tantos buenos amigos y camaradas desaparecidos para siempre en el curso de una guerra que finalmente se perdió y que no se podía perder. Fue un monólogo inolvidable. Esteban y yo escuchábamos absortos, Matilde sonreía, Maspons nos sacaba un montón de fotos.
A veces los premios no son importante por el dinero, sino por el prestigio:
Ya he dicho que un pequeño editor no puede andar a la caza de best sellers convocando premios millonarios para obras escritas en español, firmando cheques en blanco o pujando en las subastas internacionales por títulos que se supone —sólo se supone— van a ser de gran venta. Creo recordar que, al menos en un principio, Carlos Barral entregaba únicamente una medalla al ganador del prestigioso premio de narrativa Biblioteca Breve, y en ningún momento ha pretendido Jorge Herralde competir a nivel económico, en el premio que lleva su nombre y de cuyo jurado formo parte, con los premios de las grandes editoriales. Aprovecho la ocasión para comentar que la enorme profusión de premios, algunos espléndidamente dotados, a libros inéditos que se da en España, y que obedece en la mayoría de casos al propósito de facilitar la promoción, cuando no de hacerse con un autor que pertenece a otro sello, me parece un despropósito y no existe en ningún otro país.
Mañana la tercera parte y fotos.
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