Tusquets, 2020. 96 páginas.
Tit. or. La guerre des pauvres. Trad. Javier Albiñana.
La historia de la revuelta propiciada por Thomas Müntzer precedida de otras revueltas parecidas, como las de John Wyclif o John Ball en inglaterra o Jan Hus antes de él.
Ritmo trepidante para contar la eterna historia del pobre contra el rico que siempre tiene el mismo final. Hay voluntad de estilo pero en mi opinión se queda en eso, en voluntad, en levantar de tanto en tanto alguna frase luminosa y escogida mientras la historia avanza a trompicones. Sin ahondar ni en la psicología de los personajes ni en una posible tesis sobre los acontecimientos.
Me la habían recomendado mucho y me ha decepcionado un poco. Sobre parecidos temas ya había leído la novela de Orejudo Reconstrucción que, esa sí, me pareció brillante. Pueden encontrar una buena reseña aquí: La guerra de los pobres.
No está mal.
Cincuenta años antes, una pasta ardiente había fluido desde Maguncia hasta el resto de Europa, había fluido entre las colinas de cada ciudad, entre das letras de cada nombre, en los canalones, en los recovecos de cada pensamiento, y cada letra, cada pedazo de idea, cada signo de puntuación, había quedado apresado en un trocito de metal. Esos trocitos los habían repartido en un cajón de madera. Las manos habían elegido uno, luego otro, y habían compuesto palabras, líneas, páginas. Los habían mojado con tinta y una fuerza prodigiosa había presionado lentamente las letras sobre el papel. Repitieron la operación decenas y decenas de veces, antes de doblar las hojas en cuatro, en ocho, en dieciséis. Las fueron colocando las unas a continuación de las otras, las pegaron entre sí, las cosieron, las envolvieron en cuero. De ese modo se formó un libro. La Biblia.
Así, en tres años, confeccionaron más de ciento ochenta ejemplares, cuando un solo monje no habría copiado más que una. Y los libros se multiplicaron como los gusanos en un cadáver.
Con lo cual, el pequeño Thomas Müntzer podía leer la Biblia, creció con Ezequiel, Oseas y Daniel, pero era el Ezequiel de Gutenberg, el Oseas de Gu-tenberg y su Daniel; y tras abrir la cancela podrida y desvencijada que rascaba el suelo, permanecía largo rato abajo, en la vieja cocina, frotándose los ojos. No sabía lo que veía ni lo que debía ver. Estaba solo como un ladrón, y era inocente.
Pasó el tiempo; vivió con su madre, sin duda en la estrechez. Padecía del corazón. Bajo los robles, los abetos, en la tierra pobre del Harz, mientras corría tras los cerdos con otros crios, tenía que detenerse, atontado de pronto, y rompía a llorar. Sí, me lo imagino al borde de un río de guijarros negros, el Wupper o el Krebsbach, eso poco importa, o en las laderas de pequeñas lomas tristes, de caos rocosos, colinas erosionadas, míseras turberas, en el valle del Bode o del Oker, asfixiándose en medio de una mezcla de amargura y amor.
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