Libros del asteroide, 2015. 214 páginas.
La pintora Emma Reyes escribe 23 cartas a su amigo Germán explicándole cómo fue su infancia. Con una prosa y un dominio de la estructura narrativa que más parece de una escritora con oficio que la de una amiga describiendo sus recuerdos describe una niñez miserable, de esclavitud física, de la que consiguió huir. Pero todo visto desde los ojos de una niña que no guarda rencor.
De una madre que no se ocupaba ni de ella ni de sus hermanos a un abandono en una estación de tren y una recogida en un convento en el que las cosas apenas iban un poco mejor. ¿Son fiables estas memorias? En el epílogo se cuentan algunas investigaciones que parecen contradecir algunos recuerdos de la autora.
Pero la verdad o no de estas páginas no le quitan belleza. Ni tristeza. Me ha recordado mucho a Mi planta de naranja lima. No hay peor crueldad que la que se ejerce contra los más pequeños.
Muy recomendable.
Cuando me despertaron estaba todavía oscuro, Betzabé ya tenía hecho el desayuno y la señorita María estaba bañando al Niño, cosa que no hacía casi nunca, pues la única que le limpiaba la cara y la caca era yo. Helena me ayudó a vestirme mientras Betzabé ponía en un canasto los cuatro chiros que representaban la ropa del Niño. Mientras yo tomaba mi agua de panela con una mogolla, ellas dos envolvieron al Niño en una grande cobija y lo ligaron con una especie de banda blanca. Betzabé bajó para hacerse las trenzas y buscar el pañolón; la señorita María que estaba muy nerviosa empezó a gritarle para que se apurara porque íbamos a llegar tarde.
Betzabé alzó al Niño y el canastico con su ropa, me tomó de la mano y salimos casi corriendo. Cuando salíamos, los caballos estaban relinchando y sentí que To-ribio estaba cantando en el solar.
Betzabé me dijo en el camino que íbamos al río, estaba tan oscuro que yo no veía el camino y había tanto viento como el día del incendio. Cuando llegamos al puente, que yo conocía muy bien, en cambio de bajar al pozo donde íbamos siempre a lavar la ropa, ella siguió derecho y luego cruzamos por un pequeño camino que bordeaba el río y que tenía árboles grandes. Al fondo de ese camino vimos una grande casa blanca que no era de paja sino con el techo de tejas. Betzabé me dijo de esperarla junto a un árbol torcido que caía sobre el río. La seguí con los ojos, vi que caminaba como en la punta de los pies, ligero, ligero, como si quisiera volar. Se acercó a la grande puerta y puso primero el canasto y luego el Niño bien arrimado contra la puerta y cuando empezó a cubrirle la cabecita con la cobija me di cuenta
que habíamos ido para abandonarlo; quise gritar y no pude, las piernas me temblaban, como un resorte salté en dirección de la puerta. Betzabé me alcanzó a agarrar de una pierna, yo me tiré al suelo y empecé a dar golpes con la cabeza contra la tierra, sentía que me ahogaba, Betzabé se esforzaba por alzarme pero yo me agarraba a las plantas y me contorsionaba como una lombriz. Casi al oído me suplicaba levantarme, no hacer ruido y correr antes de que alguien se despertara; yo seguía amarrada a las plantas y con la cara pegada a la tierra, creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia.
No lloraba, porque las lágrimas no hubieran bastado, no gritaba porque mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz. Betzabé, arrodillada junto a mí, me suplicaba de levantarme. El Niño empezó a llorar, yo sentí que su llanto salía del fondo de la tierra, levanté la cabeza y vi que Betzabé tenía la cara bañada en lágrimas. Perdí toda resistencia, le tendí una mano y ella me levantó en sus brazos, empezó a correr como loca; yo sentía que me apretaba fuerte, fuerte contra ella y sus lágrimas me caían por detrás de la oreja y se deslizaban por mi cuello, casi sin respiración; solo se detuvo cuando llegamos al puente; del resto no me acuerdo, solo recuerdo cuando Toribio me alzó para ponerme en la silla de la muía que debía transportarnos a Bogotá. Helena me cuenta que me quedé tres días sin poder hablar. La señorita María tenía miedo que hubiera quedado muda.
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