Lavie Tidhar. Osama.

febrero 1, 2019

Lavie Tidhar, Osama
RBA 2013.350 páginas.
Tit. Or. Osama. Trad. Raúl García Campos.

Un detective privado recibe el encargo de buscar al escritor de una saga de gran éxito -aunque semiclandestina- que relata con todo lujo de detalles atentados terroristas. El dinero no es problema. Pero no es el único que va detrás del escritor, ni será tan fácil dar con su paradero.

El autor plantea una especie de realidad alternativa en la que los hechos de nuestra realidad son explicados a través de los libros de un escritor escondido. Se plantea la idea de que hay refugiados, personas que han llegado a esa realidad desde nuestro mundo y de los que el gobierno quiere obtener toda la información posible.

El ambiente medio onírico, medio purgatorio virtual, está muy bien conseguido, y la calidad de la prosa es bastante alta. Como defecto más o menos la mitad del libro son descripciones que no aportan nada ni a la trama ni al ambiente, como si el autor se gustara a sí mismo.

Pero se lee con gusto, entretiene y no deja mal sabor de boca.

Recomendable.

Llegó al edificio ajado de la esquina. En el exterior había una casa de los espíritus, con diversas estatuillas distribuidas por su patio, además de algunas ofrendas de whisky de arroz y algunos alimentos, así como una barrita de incienso encendida. Se detuvo al lado de esta, la miró por encima y accedió al pasillo, que era frío y estaba polvoriento y oscuro. Subió las escaleras y observó que la única bombilla que podía encontrarse allí se había vuelto a fundir. El edificio estaba en silencio. En la planta baja había un establecimiento de sopa de fideos abierto a la calle, pero casi nadie comía allí nunca. También había una librería de viejo, pero aún faltaba para que abriera. No lo haría hasta que Alfred, el propietario, se sacudiera los efectos de la noche anterior y se convenciera de que debía continuar con el negocio, algo que no era muy probable que ocurriese antes del mediodía.
Joe abrió la puerta de su oficina, entró y echó un vistazo alrededor, como hacía siempre que iba. Las ventanas, un tanto sucias, ofrecían un paisaje de azoteas y cielos amplios y abiertos que colgaban sobre el Mekong. Su escritorio era de madera sencilla, sin barnizar, con una hoja de papel doblada una y otra vez en forma de cuadrado bajo una de sus patas para equilibrarlo. Sobre la mesa había documentos dispersos, un pisapapeles con forma de elefante, un abrecartas metálico de color apagado, una lámpara de escritorio, y un cenicero hecho con una cascara de coco pulida. Puesto que el cenicero aún contenía la ceniza y las dos colillas del día anterior, Joe tomó nota mental de que debía hablar con la señora de la limpieza, aunque eso nunca parecía servir de mucho. No había ningún teléfono sobre el escritorio. El cajón de arriba contenía una falsificación tailandesa de un Smith & Wesson del 38, ilegal, y


una botella de Johnny Walker Red Label medio vacía, o medio llena, eso dependía.
En la habitación también había una papelera tejida con bambú y, al igual que el cenicero, sin vaciar; un archivador de metal vacío salvo por un par de zapatos negros ajados y dos números demasiado pequeños para Joe, los únicos efectos que había dejado atrás el anterior ocupante de la oficina; una estantería solitaria; colgado en la pared, un pequeño cuadro de un campo en llamas, las flores carmesíes, el humo retorciéndose a través del lienzo y formando líneas deshilachadas blancas y grises, la silueta de un hombre difuminada a lo lejos y su rostro oculto tras el humo; tres sillas, una detrás del escritorio, las otras dos delante; y en un rincón, una maceta con una planta que llevaba tiempo muerta.
Allí se sentía en casa. Al encaminarse hacia el otro extremo, dejando la puerta entornada tras de sí, asustó a un pequeño geco que había en la pared. Cuando el reptil salió disparado hacia arriba aparecieron más gecos, y por un momento Joe tuvo la impresión de estar presenciando una explosión, con todos aquellos gecos huyendo desde un epicentro, que era él. Sonrió y se dirigió a su escritorio, se sentó y dejó sobre la mesa el libro editado en rústica. No compartía la oficina con nadie más que con los gecos. Siempre que entraba, tenía la sensación de que había más que antes. Se ocultaban en cualquier rincón, y él los asustaba cada vez que abría un cajón, o cuando arrastraba una silla por el suelo, haciéndolos huir. En una ocasión se encontró un geco solitario hecho un ovillo junto a la papelera. Tenía herida la pata izquierda delantera y se mantuvo inmóvil durante tanto tiempo que Joe lo dio por muerto. Se preguntó qué le habría pasado. ¿Se habría peleado con alguno de sus congéneres? No llegó a averiguarlo. Después, cuando volvió a mirar, el animal se había movido.

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