El joven pintor Silvio Lago llega a España con la intención de hacerse un nombre en el mundo del arte. Tras trasladarse a Madrid empezará a tener un nombre en los círculos de la buena sociedad, que enseguida le realizan encargos. Pero para él no es suficiente, él busca el Arte con mayúsculas, algo que vaya más allá de sus retratos al pastel. Tras una serie de aventuras amorosas viajará a París en busca de mejores horizontes.
No es la novela que más me ha gustado de doña Emilia. Abunda en opiniones acerca de pintores del momento (y clásicos, hay un largo viaje del pintor por las capitales europeas evaluando las joyas de los diferentes museos). Estas opiniones son de la autora, y aunque resultan muy interesantes desde un punto de vista histórico, narrativamente lastran la narración demasiado. Pese a esto la autora sigue brillando en descripción de personajes, muestra de ideas y conflictos amorosos.
Además se trata de una novela en clave. El protagonista es un trasunto de Joaquín Vaamonde, y Minia Dumbria, protectora del pintor, es la propia Emilia Pardo Bazán. Todo esto y algunas identificaciones más se explican muy bien en el prólogo, que, como en todas las ediciones de Cátedra, es muy iluminador. Todo lo contrario de las notas al pie de página, que como más de una vez me he quejado por aquí, están orientadas a los adolescentes y explican demasiado ¿Realmente hace falta explicar quién fue Tolstoi?
El protagonista se mueve entre dos amores, aunque afirma varias veces que es incapaz de amar. La primera chica se meterá a monja y la segunda, después de humillarlo en varias ocasiones, se verá consumida por el consumo de droga. Esta dualidad de ángel y demonio no resulta artificiosa gracias a la habilidad de la autora al caracterizarlas.
Resumiendo: Doña Emilia escribía muy bien, y aunque no es una de sus mejores obras es muy recomendable.
Llegan las adquisiciones. La secatona portera, a quien tengo solícita a fuerza de chorrear propinas, las acomoda a mi gusto, arregla, barre. El camaranchón se transforma. Con mis estudios y bocetos, sujetos por tachuelas, alegrando la pared; con la guitarra y los palillos en panoplia; con los cuatro trastos antiguos, bien agrupados, formando un rincón caprichoso que no me canso de mirar, esto es ya nido de artista. Salgo, me lanzo a la calle del Caballero de Gracia y compro una palmera y una camelia en flor. Es el toque que faltaba. Y aviso a las de Dumbría, que vengan a admirar…
Minia y su madre, que me inspiran una especie de culto, a veces me exasperan: me entran tentaciones de contestar desagradablemente a lo que me dicen. Noto esta propensión desde que estoy en Madrid, y no la pude reprimir cuando se resistieron a aprobar mis gastos.
—Sillas, bueno; pero sillas de a diez pesetas —declaró la baronesa—. Así nunca tendrá usted un fondo para un imprevisto.
—Se ve que no quiere usted ser libre y dominar al destino —advirtió Minia—. No me alarmaría este mueblaje si no revelase su adquisición que no tiene usted paciencia para esperar a ver reunido el dinero. Derrochando, se ata usted de manos y pies. Lo que nos hace dueños de nosotros mismos es la
moderación en los deseos, y mejor si se pudiesen suprimir. Es la filosofía de la pobreza franciscana, que va segura y posee el mundo.
Lo que me irrita es justamente la conformidad de estas ideas con las mías; con las mías íntimas, y que no practico porque no puedo. No hay cosa que nos fastidie, a ratos, como encontrar encarnado en otra persona el dictamen secreto de nuestra conciencia. Ante Minia me avergonzaré de mis pasteles comerciales como de una desnudez deforme. Su mirada, a un tiempo llena de serenidad y de incurable desencanto, es un espejo donde me veo… y me odio.
Esto se formaliza. A mi taller, ya amueblado con cierta coquetería, me atrevo a citar a los parroquianos; ¿vendrán? Por ahora se resisten. El menorcito de Fadrique Vélez es un querubín: me han contado que es fruto de amor, no de la coyunda, y en una familia contrahecha y esmirriada, forman extraño contraste su gallarda figura, sus bucles rubios y su tez de madreperla. Le retrato vestido de terciopelo azul, cuello de encaje de Irlanda, bucles a lo Luis XVII… La madre, que no se aparta de allí mientras trabajo, se extasía y devora con los ojos al retrato y al modelo.
La Ayamonte es la primer76 alta señora que consiente en acudir a mi casa. La propondré sesiones cortas y más numerosas; si no, cree el buen público que esto se hace como buñuelos… y lo peor es que acierta. Además, he de reservarme horas para mi dibujo y mis estudios de óleo.
Una modelo nueva —he despachado a la del corsé feo; la he estrujado ya hasta el alma… que no tiene. Me queda de ella un estudio mediano: Ajusfando el corsé; ¿qué más había de quedarme?
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