En mitad de una selva devoradora, que funciona como un dios compasivo siempre que su hambre quede saciada, sobrevive una hacienda encerrada en un ciclo cruel de nacimientos y sacrificios. Una anciana, sus dos hijas -una de ellas convertida en perra- un hombre dedicado a fecundar y una serie de niños cuyo destino es y ha sido siempre el mismo. Servir de alimento.
Brutal. La ambientación es de una crueldad extrema, con esa selva devoradora e implacable, sedienta de sangre, omnipotente e irracional, que marca el destino de las habitantes de la hacienda. Esa multiplicidad de voces, dolientes, cada cual con su cruz a cuestas, su hambre, sus adicciones, sus secretos y su destino. El lenguaje como bisturí quirúrgico dedicado a hacer cortes en la piel del lector que se atreva a entrar en estas páginas.
Páginas que son otra selva que nos exige un sacrificio. El de encontrar el significado de tanta muerte y asfixiarnos en el verde exuberante de una vegetación que crece de la podredumbre y que grita en color rojo su hambre.
Buenísimo.
No tuvo tiempo. Sintió la patada de Juanquito sobre su pierna y se quebró.
Después fueron los gritos. Los gritos de todos. Santa escuchó a la madre, a Lázaro, los vio correr a ambos entre los bejucos y los árboles, persiguiendo a la cría que escapaba. Sobre todo escuchó a la selva. Al hambre de la selva que sentía que su comida había sido robada. Aquella hambre no entendía, no razonaba, estaba quebrada en dos como Santa de rodillas, con aquel dolor en la pierna luego de la patada de Juanquito. Vio a Lázaro dar tajos con el cuchillo de un lado a otro mientras maldecía y a la madre que intentaba abrirse paso entre las ramas.
Santa se tumbó un segundo sobre el hambre inmensa de la selva y cerró los ojos.
El dolor en la pierna se hizo incluso más atroz.
Cuando abrió los ojos de nuevo, apenas un par de minutos después, se sentía como un machete humano. Se levantó.
Vamos pa’ la casa, le dijo a la madre que daba vueltas en círculos y que, como todas las viejas, solo se ponía las manos en la cabeza y parecía a punto de llorar. Lo que corre dentro de la selva, la selva lo vomita.
La vieja estuvo a punto de decir que no, que estaba equivocada, que estaba loca, que habían perdido a la cría. Pero por suerte contuvo las palabras y bajó la cabeza. Se dejó conducir hacia la hacienda. Iba persignándose por todo el camino, susurraba aquel inútil padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos, mientras la selva resplandecía roja alrededor de ambas.
Santa se preguntó si podrían salir de allí. Si acaso volverían a ver la hacienda. Si la selva las tomaría a ambas como carne en lugar del cuerpo de Juanquito. Si acaso la selva se llevaría a Lázaro, a quien Santa no encontraba por ningún sitio, si se llevaría a Lázaro y a su cuchillo hacia la garganta roja del hambre. Sintió angustia, aquella angustia oscura que vuelve loco a cualquiera y contra la cual no hay otro antídoto que gritar mientras se camina, mientras se corre a través de la maleza rasposa.
La vieja quedó atrás. Santa miró por encima de sus hombros a ver si al menos podía percibir su silueta renqueante, pero lo cierto era que la madre no le importaba demasiado sino llegar a la hacienda tan rápido como fuera posible. Una vida por otra vida. Una carne por otra carne. La selva da y la selva quita. La selva les permitía vivir dentro de su panza, abría y cerraba los caminos porque era dios, y con dios no se juega, mucho menos con la comida de un dios que ha permanecido a la espera de que sus bestias, los súbditos de su esplendor, vengan a ofrecerle el tributo prometido: la carne, la axila sudorosa a peste joven, a peste de vida, la sangre donde brotan las hormonas en forma de capullos.
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