Un proceso de hipnosis hace que un joven de fines del XIX se quede en animación suspendida y vuelva a la vida en el año 2000. Allí descubre que la sociedad se ha convertido en una utopía donde la propiedad privada ha desaparecido y todos tienen acceso a cualquier bien disponible.
Parece increíble que en un país bandera del capitalismo se escribiera y tuviera tanto éxito un libro decididamente socialista donde los medios de producción los controla y distribuye generosamente el estado. Son curiosos los aciertos pero mucho más los fallos. Pasado el año 2000 estamos todavía muy lejos de vivir en ese paraíso, las desigualdades siguen siendo tan infames como antes y pese a que la tecnología nos ha dado una capacidad de producción increíble la mayor parte de la población vive en la pobreza.
El libro en sí es aburridísimo, porque no hay ninguna trama, sólo una explicación de cómo está organizada esa sociedad y cómo todo va a las mil maravillas. Como desde los ojos actuales sabemos no sólo que eso no se ha cumplido, sino que es difícil que una sociedad se organice siguiendo unas directrices tan cabales da un poco de pena ver que tantos buenos deseos se han quedado en nada. Atentos al epílogo:
Como un témpano, que flota hacia el sur desde el helado norte, y gradualmente se va derritiendo en los mares más cálidos, hasta que al fin es algo inestable que durante millas va destruyéndose y finalmente choca y queda totalmente fundido contra las rocas de los acantilados costeros; así el bárbaro sistema industrial y social, que hemos heredado desde la más remota antigüedad, derretido por el moderno espíritu humano, corroído por la crítica de la ciencia económica, estremece al mundo con unas convulsiones que presagian su colapso.
Todos los grandes pensadores están de acuerdo en que el actual aspecto de la sociedad presiente grandes cambios. La única cuestión estriba en saber si los mismos serán para mejor o para peor. Los que creen en la nobleza esencial del ser humano se inclinan por lo primero, los que creen en su bajeza esencial por lo último. Por mi parte, me atengo a la primera opinión. El año 2000 fue escrito en la creencia de que la Edad de Oro se encuentra ya entre nosotros, y no detrás, y que no se halla muy lejos. Seguramente la verán nuestros hijos, y nosotros, que ya somos adultos, también la viviremos si lo merecemos por nuestra fe y por nuestras obras.
Dejo fragmentos de algunas de las soluciones del autor, cuya entrada en la wikipedia es esta: Edward Bellamy.
Recomendable pero para interesados. Para el resto, un peñazo.
―Ya que tiene usted más ganas de charlar que de dormir, igual que me ocurre a mí, quizás sea mejor que intente hacerle comprender nuestro sistema industrial moderno, a fin de disipar un poco la impresión de que hay algún misterio en el proceso de su evolución. ¿Cuál era para ustedes el rasgo sobresaliente de las perturbaciones obreras de entonces?
—Las huelgas, indudablemente —repuse.
—Bien, pero ¿qué las hacía tan formidables?
—Las grandes organizaciones obreras.
—¿Y cuál era el motivo de que existieran esas grandes organizaciones?
—Los obreros pregonaban que tenían que unirse a fin de conseguir que sus derechos fueran reconocidos por las grandes instituciones capitalistas —repliqué.
—Exactamente —dijo el doctor Leete—. Las organizaciones obreras y las huelgas eran simplemente un efecto de la acumulación del capital en masas enormes, tal como nunca lo había estado. Antes de que comenzara esa acumulación, el comercio y la industria estaban en manos de gran número de pequeñas empresas, en lugar de ser como después pocas firmas de gran capital; y el obrero, considerado individualmente, conservaba cierta importancia e independencia en sus relaciones con el patrón. Además, cualquiera que tuviera un pequeño capital o una idea nueva podía emprender un negocio por su cuenta, de manera que los obreros podían llegar a ser patrones, no existiendo entre ambas clases una línea de separación dura e inflexible. No existían sindicatos ni había motivo para huelgas.
»Pero todo cambió cuando a la época de los establecimientos reducidos, de poco capital, sucedió la de las grandes concentraciones de dinero. El trabajador individual, que al lado del pequeño patrón tenía su importancia, se vio reducido a la insignificancia y a la impotencia frente a la gran empresa, y vio además que se le cerraba el camino para llegar a ser patrón a su vez. La defensa propia lo llevó a la unión con sus compañeros.
»Los anales de aquellos tiempos nos muestran cuan furioso fue el clamor contra las acumulaciones del capital. Los hombres creyeron que la sociedad se veía amenazada con un sistema de tiranía más abominable que las soportadas en ninguna otra ocasión. Creyeron que las grandes empresas les estaban preparando un yugo para una servidumbre más indigna que la que nunca soportara la raza humana, servidumbre no a hombres sino a mecanismos sin alma, incapaces de otro sentimiento que el de la más insaciable avidez. No podemos sorprendernos de tal desesperación porque realmente, mirando desde aquí, la humanidad no se había enfrentado nunca con un destino más sórdido y horrible que el que dejaba entrever la tiranía del dinero.
»La absorción de los negocios por monopolios cada vez mas grandes continuaba, mientras tanto, sin inquietarse en lo mas mínimo por la atmósfera de protesta despertada. Esta tendencia tardó menos en extenderse en los Estados Unidos que en Europa, y desde el comienzo de la última cuarta parte del siglo no hubo la menor oportunidad para que una empresa individual triunfara en cualquier campo de la industria salvo que estuviera respaldada por un gran capital. En el postrer decenio de aquel siglo, los negocios pequeños que aun quedaron eran como débiles restos de una época pasada, siendo meros parásitos de las grandes empresas, o desenvolviendo sus actividades en terrenos demasiado insignificantes como para atraer a los grandes capitalistas.
»Los ferrocarriles se habían fusionado en unos pocos sindicatos que controlaban en todo el país cada metro de vía férrea. En el campo industrial, cada renglón importante estaba dominado por un sindicato. Bajo el nombre de sindicatos, compañías, trusts, o cualquier otro, fijaban los precios y aplastaban a todo competidor, salvo cuando se formaba un consorcio tan poderoso como el de ellos mismos. Sobrevenía la lucha, que indefectiblemente concluía con una combinación de fuerzas aun mayor.
»Las grandes tiendas de la ciudad aplastaban mediante sus poderosas sucursales a sus rivales de las poblaciones del interior, y en las grandes ciudades absorbían a sus rivales menores hasta que todo el comercio de un barrio estuvo concentrado bajo un solo techo, utilizando como empleados a los que fueron antes propietarios de los negocios. Y el pequeño capitalista, no pudiendo tener un negocio propio en que colocar su dinero, al mismo tiempo que prestaba sus servicios en la gran empresa, no encontraba mejor inversión para su capital que en la compra de acciones y títulos de aquellas corporaciones, con lo que dependía doblemente de ellas.
»El hecho de que la desesperada oposición popular a las concentraciones de los negocios en pocas pero poderosas manos no tuviera el menor éxito, prueba que debía haber para ello alguna razón de importancia. Efectivamente, los pequeños capitalistas, con sus innumerables negocios de poca monta, habían cedido el campo a las grandes acumulaciones de capital, porque pertenecían a una era de cosas pequeñas y eran incompetentes, de manera absoluta, para hacer frente a las necesidades de la época del vapor y del telégrafo, y a la gigantesca escala de las empresas consiguientes. Restaurar el antiguo orden de cosas, de ser ello posible, involucraba la vuelta a los días de la diligencia. Por opresivo e intolerable que fuera el régimen de las grandes concentraciones de capital, hasta sus víctimas, sin dejar de maldecirlas, se veían obligadas a reconocer el aumento prodigioso de eficiencia obtenido en las industrias nacionales y las enormes economías efectuadas por la concentración de la dirección y la unidad de la organización, confesando, además, que desde que el nuevo sistema había reemplazado al antiguo, la riqueza del mundo había aumentado en forma nunca soñada.
—¿Cómo se encara esa distribución? —le pregunté.
—De la manera más sencilla —contestó el doctor Leete—. Al comenzar el año se abre un crédito, en los libros públicos, a cada ciudadano, que corresponde a su participación en la producción anual de la Nación; al mismo tiempo, se le entrega una tarjeta que le permite retirar todo lo que desee, dentro de ese crédito, en los grandes almacenes públicos, establecidos en todas las localidades. Como puede ver, se elimina totalmente la necesidad de las transacciones mercantiles de cualquier género que sean entre productor y consumidor. Tal vez le interese ver una de nuestras tarjetas de crédito.
»Observará usted —continuó, mientras yo examinaba curiosamente la cartulina que me enseñaba— que esta tarjeta vale por determinada cantidad de dólares. Hemos conservado el término antiguo, pero no su esencia. En la forma que la usamos, esta palabra no responde a una cosa tangible, sino que nos sirve simplemente como un símbolo algebraico para comparar el valor de los productos entre sí. Con este fin los cotizamos en dólares y centavos, como en su tiempo. El empleado marca en esta tarjeta el valor de lo que retiro, arrancando estas filas de cuadraditos, que representan el precio de lo llevado.
Me vi obligado a informar que lo que dijo era exacto. Pero el doctor Leete vino en mi ayuda.
—Las damas y caballeros de la clase culta de su tiempo hubieran permitido a personas de su alcurnia que les prestaran un servicio que no fueran capaces de retribuir, pero eso lo hacemos nosotros con cualquiera de nuestros semejantes. Consideraban a pobres e ignorantes como representantes de otra raza. La igualdad en la riqueza y en las oportunidades de ilustración, que disfrutan ahora todas las personas en el mismo grado, nos ha hecho simplemente compañeros de una sola clase, que corresponde a la afortunada de su tiempo. Mientras no se lograra esa equidad en la condición de cada cual, no podría haberse tornado en convicción real y en principio práctico de acción, como lo es en nuestros días, la idea de la solidaridad y la hermandad de todos los hombres. En aquella época ya se conocían estas máximas, pero eran meras palabras.
—¿Son voluntarios, también, los mozos?
—No —contestó el doctor Leete—. Los mozos son jóvenes de la categoría no clasificada del ejército industrial, siendo destinados a todos aquellos menesteres para cuyo desempeño no se necesita mayor capacidad. Uno de ellos es atender la mesa, y todo joven recluta pasa por eso. Yo mismo serví como mozo en este lugar hace treinta años.
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