Impedimenta, 2012. 236 páginas.
En una familia china de principios del siglo XX la muerte de la abuela y la imposibilidad de concertar el matrimonio del hijo con la hija de un amigo más adinerado llevarán a la familia por extraños derroteros. La compra de un mirlo en el mercado permitirá a la hija conocer a Xiaomei y empezar una fuerte amistad con ella.
Exquisitamente escrito lamento decir que no me ha interesado nada de lo que cuenta el libro. He aguantado hasta el final porque da gusto leer buena prosa, pero tal como he acabado el libro ha desaparecido de mi cabeza la -para mí- insulsa trama.
No me ha gustado.
Conocí a Liu Feihong y a su hija dos o tres semanas después de la muerte de mi abuela. Esto fue antes del día veinticuatro de la última luna, ocasión en que se quemaba el retrato del dios del hogar y se lo reemplazaba por otro que también duraba un año. Por lo común era mi abuela la que quemaba el retrato con la misma convicción con que asiduamente escribía algún mensaje para mi abuelo (o sea, su difunto marido) y le prendía fuego para enviarlo al más allá. Al país imaginado, como ella le decía a la muerte.
Mi abuela tenía un mirlo blanco que guardaba en una jaula de gruesos barrotes de hierro provista de una especie de red de alambre. Lo mismo que otros ancianos de la ciudad —muchos de ellos, amigos de tiempos remotos—, ciertas mañanas mi abuela se dirigía a orillas de un lago donde había siempre unos pájaros de intenso color amarillo, excepción hecha de la cabeza y la cola que eran negras. Iba allí con su mirlo y lo mismo hacían cientos de ancianos procedentes de la ciudad o incluso de pueblos vecinos que aprovechaban, en lo posible, para templarse al sol.
Verla caminar lentamente, verla alejarse de casa llevando consigo la jaula me inspiraba una mezcla de ternura y admiración. Mi abuela ya no estaba en buena forma física y a mí me admiraba que emprendiera esas peregrinaciones cuando sus pies (a diferencia de los míos) habían sido deformados por los vendajes de la niñez, tanto que en la única ocasión en que osó mostrármelos me evocaron una mano mutilada; pero mi abuela había aprendido a vivir sobre esos pies y, haciendo razonables pausas, nunca dejaba pasar más de quince días sin llevar la jaula al lago.
Por suerte, el mirlo era delgado y la jaula era portátil y liviana; lo contrario de quienes paseaban pájaros obesos y los cargaban en jaulas poco menos que aparatosas. Las jaulas decían más del anciano que el pájaro: las había de hierro o de alambre, de bambú o de diversas clases de madera; las había despojadas u ornamentadas, de forma redonda o cuadrada; las había con ganchos más o menos retorcidos y largos, más o menos prácticas para cargar…
Para los más entendidos, las jaulas de madera eran las preferibles y no era lo mismo una de ébano que una de palisandro, porque la elección dependía de detalles importantes: el tamaño y el dibujo de las alas, por ejemplo, o incluso el timbre del pájaro al cantar.
La variedad de las jaulas se advertía bien cuando estas colgaban de la rama de un árbol junto al lago, todas con los pájaros dentro, todas o casi todas cubiertas por una tela azul.
Las excursiones al lago tenían un claro propósito: que el pájaro (el mirlo blanco, en el caso de mi abuela) cantase cada día mejor o que, por lo menos, no dejase de hacerlo. Para alcanzar este objetivo había dos métodos idóneos en el parque. El primero consistía en navegar por el lago en un bote de alquiler, con la jaula sobre la falda. Estos paseos tenían la fama de estimular mucho el canto. Como mi abuela ya no estaba en condiciones de remar (había ancianos que sí lo hacían, con la jaula en equilibrio encima de sus rodillas), en muy raras ocasiones mi padre la acompañaba y de paso fortalecía los músculos de sus brazos con ayuda de los remos. En cuanto al otro método, mi abuela no necesitaba de mi padre ni de nadie pues consistía en colgar la jaula con las otras, junto al lago, para que las aves cantaran en conjunto o para que, en los intervalos de silencio, los pájaros enjaulados oyeran las magníficas melodías de las criaturas del lugar, es decir, de esas aves muy amarillas y un poco negras que eran no solo un regalo para la vista, sino también para el oído, y entre las que se contaban varios «pájaros maestros» cuya primera virtud era adiestrar en forma espontánea a otras aves con el afinado ejemplo de su trino.
Cuando mi abuela cayó enferma y tuvo que guardar cama, su mirlo blanco se sumió en un silencio inquebrantable. Ella dedujo que era a causa de la interrupción de los paseos al lago. Su médico se oponía a que abandonara la cama y mi abuela tampoco tenía deseos ni fuerzas para hacerlo; ya había perdido por completo la visión del ojo izquierdo y solía usar un parche porque le molestaba la luz. Trataba de convencerse de que era algo pasajero y seguía fumando su único cigarrillo de las cinco de la tarde como si todo continuara normalmente, pero al verla era imposible creer que solo unos días antes ella había sido capaz de caminar con esa jaula, ida y vuelta, hasta el lago de los pájaros cantores.
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