Páginas de Espuma, 2021. 174 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
La vía del futuro
El Señor de La Palma
Mi querido resplandor
La muñeca japonesa
El astronauta Michael Garcia
Las calaveras
En la hora de nuestra muerte.
Bienvenidos al nuevo mundo
Que son de una ciencia ficción a la vuelta de la esquina, de un futuro cercano e incluso algunos podrían ser de hoy mismo. Un culto a una Inteligencia artificial (o mejor dicho, dos, porque todo dios necesita su contrario), una plantación basada en la economía cripto, unos extraterrestres esquivos, unos androides cada vez más mejorados o drogas que son capaces de trasladarte a otra dimensión.
Normalmente cuando escritores que no son del género incursionan en la ciencia ficción los resultados se quedan a medio camino. No es el caso de estos relatos, que se disfrutan de principio a fin.
Muy bueno.
Los cuartos de los empleados de la empacadora eran conejeras mugrosas de dos metros por cinco. Debía haber alrededor de ochenta, uno al lado del otro formando un rectángulo en tomo a una cancha de fútbol de cemento. Algunos tenían la ventana abierta y permitían ver una cama, una cocinita o un anafe, ropa apilada contra la pared; sobre los tablones disfrazados de estantes hacían equilibrio cajas de detergente, botellas de refresco, muñecas de ojos como túneles al centro de la tierra. Cada cuarto tenía un número pintado en la pared; a mí me tocó el veintinueve.
Estaba agotado y con los pantalones embarrados por la caminata; la humedad me maniataba y el aire era un bloque sólido. Un niño de mocos chorreados se asomó por la ventana del cuarto de al lado y me preguntó si quería ver sus pescados; antes de que le respondiera sacó un bagre de un balde de agua marrón. Me ofreció agarrarlo pero me negué. Su madre lo jaló adentro y lo riñó.
La zona de los cuartos estaba rodeada por canales de irrigación y de drenaje. Más allá de los canales y entre las palmeras podían verse las piscinas con hielo donde se enfriaban las bananas, el galpón donde se las empacaba, el sendero que conducía a la plantación. Por las ventanas del galpón se esmeraba un grupo de trabajadores enguantados con la boca cubierta por un barbijo y las mejillas hinchadas por la coca. Quería perderme en un trabajo así, aprender de una vez mi lección.
Un rectángulo de latón me dio la bienvenida a la entrada del galpón, al lado de una antena satelital; allí se veía el dibujo de un indígena con casco de astronauta, montado sobre un asiento y con cinturón de seguridad, en un cohete del cual salía humo por sus escapes. Oración por el Señor de La Palma, leí en la parte inferior.
El capataz, un gordo con machete a la cintura, me extendió la mano sin sacarse los guantes. Se presentó como Rosendo y llamó a Luisa de un silbido. Ella estaba más flaca que la última vez pero con la efervescencia de siempre. Se había teñido el cabello y las puntas brillaban, blancas de tan rubias. Llevaba incongruentes zapatos rojos de taco alto y un vestido pegado al cuerpo. Le agradecí que me hubiera dado una oportunidad.
-Para eso están los amigos. Cuando me dijeron de tus problemas no lo pensé dos veces. Tú trabajá unas semanas bien humilde y yo ya veré de hacerte ascender. Este es un lugar bien aislado, nadie te va a molestar aquí.
-Con lo que me des me las arreglo. Te puedo contar bien lo que pasó.
-No es necesario. El Señor de La Palma está para momentos así.
Rosendo me explicó los pasos a seguir. Los racimos llegaban desde las plantaciones a través de cablevías. Se descargaban sobre cintas corredizas, donde se separaban los racimos de acuerdo a las calidades, y se los colocaba en cajas. Los trabajadores terminaban a las seis. A las siete se servía la cena y podían irse a sus cuartos y estar listos a las seis de la mañana del día siguiente. Eran casi doce horas de trabajo, y eso que el contrato especificaba ocho. Preferí no decir nada. Solo quería que los que me estaban buscando en Cochabamba me perdieran la pista.
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