Deborah Cadbury. Los cazadores de dinosaurios.

enero 23, 2024

Deborah Cadbury, Los cazadores de dinosaurios
Península, 2002. 430 páginas.
Tit. or. The dinosaur hunters. Trad. Isabel Murillo.

No estamos ante un libro de divulgación científica, sino de historia de la ciencia. En este caso los orígenes del descubrimiento de los primeros fósiles, los choques que fueron manteniendo con una sociedad en la que la Biblia tenía la última palabra, y el enfrentamiento entre diferentes personajes. Se suele decir que la ciencia la hacen personas, y estas tienen las mismas debilidades y complejos que cualquiera, y aquí se ve perfectamente.

Empezamos con Mary Anning, que desenterró -a riesgo de su vida- algunos de los fósiles más valiosos de la época y que no solo ha sido invisibilizada en la posteridad (incluso su nombre no aparece en la contraportada) sino que vivió con austeridad hasta el final de sus días, y de vez en cuando el reverendo William Buckland (gran persona que acabó sus días en un manicomio) tenía que hacer colecta para aliviar su miseria.

Las figuras centrales son, por un lado, Gideon Mantell, que además de su trabajo agotador como médico fue haciendo la mejor colección de fósiles de la época, haciendo grandes descubrimientos y dando unas estupendas charlas y por otro Richard Owen que aunque dotado de talento destacó más por sus intrigas políticas y su ascenso social. Mientras el primero vio cómo su vida familiar se desmoronaba y sus esfuerzos no llegaban a nada e incluso al final de sus días sufrió unos dolores atroces, el segundo se codeaba con la nobleza e iba acaparando títulos y riqueza, aunque finalmente la gente empezó a darse cuenta de que era un personaje algo turbio.

Todas estas historias nos la cuenta la autora como si de una novela se tratara, he disfrutado muchísimo con la lectura y he aprendido cómo se descubrieron los dinosaurios. No se puede pedir más.

Muy bueno.


En 1821, mientras Mantell trataba de descubrir más detalles sobre las plantas y animales tropicales, el reverendo William Conybeare completaba su detallado estudio sobre el ictiosauro para la Geological Society. Dicho estudio proporcionó una pista más para solucionar el misterio de los huesos gigantes. Conybeare incluía en su trabajo bellos dibujos de los huesos del ictiosauro. Cuando Mantell los comparó con los huesos fósiles que había descubierto en Whiteman’s Green, en el Weald, descubrió que eran muy distintos a los del lagarto marino de Lyme. Las vértebras del ictiosauro eran ligeras y huecas, lo que facilitaba los característicos movimientos flexibles de un animal acuático… nada que ver con las vértebras macizas y sólidas que él había descubierto en Sussex. La tibia del ictiosauro era más similar a la aleta de un pez; el ligero hueso central, el húmero, «que se apoyaba inmediatamente después en una numerosa serie de huesos pequeños, formaba una paleta muy flexible». El fragmento de fémur gigante, o hueso del muslo, descubierto en el Weald no tenía nada que ver con los huesos del lagarto marino. Era realmente enorme: el fragmento, perteneciente a la parte superior del hueso, tenía casi sesenta centímetros de longitud y cincuenta centímetros de circunferencia. Si aquel fragmento de una pata gigantesca no pertenecía a un Ichthyosaurus, ¿a qué tipo de criatura monstruosa podía pertenecer?
Dejando aparte la forma de los huesos, una pista adicional daba a entender que la criatura desconocida del Weald no era un lagarto marino. Cuando una criatura muere en el mar, su cuerpo se hunde hasta el fondo del mar y queda cubierto gradualmente por la fina lluvia de partículas que forman los nuevos sedimentos. De este modo, y gracias al hecho de quedar gradualmente presionado por las capas de sedimento que van acumulándose encima, el esqueleto óseo se conserva en buen estado, como en el caso de los ictiosauro de Lyme. Pero cuando una criatura muere en la tierra, las probabilidades de que acabe despedazada, presa de otro animal o por los efectos erosivos del viento y la lluvia, dejando solo un rastro confuso de restos óseos, son mucho más elevadas. Mantell solo recuperó del Weald fragmentos de huesos, nunca un esqueleto completo. De hecho, nunca encontró ni dos huesos unidos. Se le ocurrió, por lo tanto, que aquellas maltrechas reliquias de huesos gigantes debieron de pertenecer a una criatura que, como mínimo, había pasado parte de su vida en la tierra, al cobijo de la sombra de las palmeras.
Amparado por la tranquilidad de la noche, cuando la ciudad entera dormía en silencio y sus tareas profesionales como médico habían finalizado, Gideon Mantell estudiaba los fósiles que había descubierto, llegando a absorberlo tanto su labor que, a menudo, ni tan siquiera se percataba de que amanecía de nuevo. La forma de los huesos emergía lentamente de la piedra que los rodeaba con la ayuda de un cincel y un martillo, como si de una extraña escultura primordial se tratara, tal vez más impresionante que algo ya finalizado, ya que incluía la promesa de una gran obra de arte que tomaba forma ante sus ojos. Observaba misteriosos fragmentos del antiguo animal: la exquisita suavidad de la curvatura del fémur gigante, las puntas afiladas de las vértebras maltrechas, las extrañas estrías de los dientes; la foramina, o agujeros, para los vasos sanguíneos, mucho más grandes que cualquier capilar humano. Aquello no era de este mundo.

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