Alpha Decay, 2014. 272 páginas.
Tit. Or. Ritual. Trad. Mercedes Regina López Muñoz.
El policía de Scotland Yard David Hanlin viaja a un pueblo de Cornualles a investigar el posible asesinato de una niña. Cree que detrás hay algún culto pagano, que es el resultado de algún sacrificio macabro. Encontrará un pueblo que se enfrentará a él desde el principio.
Anunciada como ‘la novela que inspiró The wicker man’ es ya jugar a la contra. Como decir que la novela no es para tanto, pero que inspiró algo famoso. Por fortuna el libro tiene méritos propios. La primera mitad de la novela es impecable. Un lenguaje exquisito con frases para enmarcar. Una descripción de personajes y un ambiente asfixiante excelentes.
Por desgracia en la segunda mitad el libro descarrilla y el desenlace me dio la impresión de ser apresurado y torpe. Le va mejor el misterio que las explicaciones. Cuando ocurren este tipo de cosa, una mezcla tan extraña de calidades, es difícil saber el por qué. Pero aún así el libro merece la pena.
A pesar de que el derramamiento final de sangre que es la puesta de sol no se producirá hasta dentro de dos horas, el cielo ya es un tarro de miel. Un cerco de nubes se cierne sobre el horizonte del mar. Y el mar explora los secretos de las conchas que yacen en las húmedas playas. El alga, el cangrejo y la estrella de mar aguardan la próxima ola. Con garras espumosas, una ola rompe sobre otra. Se oye el cántico de las piedrecitas conforme la ola lame y relame con su armadura de sal, lame y relame las piedrecitas. Los verdes guanteletes tienen hambre de guijarros. Tiran de la estrella de mar y del alga y las devuelven a su hogar, el famélico mar. Y esto sucede de forma constante, desde ahora hasta el final.
Una gaviota con petróleo en las patas arroja un ramo de novia a la espuma, y luego frunce el ala izquierda entre los senos de dos olas y corrige el rumbo hacia tierra firme. Lucha contra el aire salobre y al cabo de un momento llega al roble gigante, describe dos círculos y medio y regresa al mar.
El árbol arde en llamas rojo alizarina como un candelabro frondoso en el cielo vespertino. Las hojas de la copa están herrumbrosas por el salitre. Aparte de los grajos y los buhos, ningún ave se posa nunca en sus ramas. Tal vez se deba a la sal, o tal vez… En fin, la sombra se proyecta sobre las raíces del bosque. Hace un frío sepulcral bajo esa sombra, y de ella asciende pegajoso un aroma a setas podridas y la punzada de los carámbanos del año pasado. Es así siempre que la noche se presenta agitada,
y en verano todas las noches son agitadas, de modo que siempre es así.
Eran las siete en punto. Y media. Los niños rodeaban, siguiendo a Anna, el tronco del roble inmenso. La chica les explicaba que los indios usaban la corteza para fabricar piraguas de guerra, y también que, al ser quemada en ciertas noches del año, proporcionaba un intenso poder.
—No la entiendo, señorita Spark —desembuchó Billy el Gordo—: la parte de la canoa la comprendo, ¿pero qué rayos tiene que ver el poder con quemar cosas?
—Billy, escúchame, y que no se te olvide: el fuego es el símbolo del poder. Al igual que tú ejerces poder sobre la Cuadrilla, el fuego ejerce su poder sobre ti. Dios vive en el fuego. ¡Pero no el Dios de Cristo, sino el Dios Oscuro! ¿Cuántas veces tengo que explicarte que mañana por la noche rendiremos homenaje a Dios? ¡Bailaremos para tener poder sobre el maíz y sobre nosotros mismos! ¡Este árbol es mágico!
Los ojos de Billy se transformaron en platillos. Gilly estaba aterrada. El miedo era la constante de la semana.
—Se ha derramado sangre, niños, acres de sangre de la que os beneficiaréis. Nuestro Dios cree en la sangre.
Las caras de los chiquillos ardieron con los últimos rayos de sol al tiempo que la excitación les estremecía las extremidades. Las palabras de Anna resonaron en sus cabezas igual que un bóreas en cálices venecianos.
—¡Vuestro Dios, mi Dios, nuestro Dios, es la libertad! ¡La libertad total de hacer cualquier cosa! ¡Corred como el viento! ¡Jugad hasta que se apaguen las estrellas! En este árbol duerme la sangre a la espera de que la reavivéis. Os dará fuerza para crecer. ¡Para que seáis los mejores! Y un día agarraréis al mundo del pescuezo y lo retorceréis hasta que muera el invierno y, el verano dure
|>ara siempre. ¡Así que tocad el roble! ¡Tocadlo! ¡Creced!
El frenesí esmeriló los ojos de los niños cuando éstos nlargaron sus dedos impacientes hacia las grietas de la corteza. Sólo Gilly permaneció inmóvil. Los niños estaban convencidos de que sentían cómo se alzaban la sangre y la savia desde las raíces, sentían que las verdes ramas transmitían poder a sus dedos pegajosos. La sangre y la savia formaba remolinos en sus flujos sanguíneos y He les subían al cerebro como un coñac peleón.
Sólo Gilly reculaba. Obligaba a las limaduras de hierro de su interior a no dejarse vencer por el campo magnético. Recordó de nuevo a su amiga, muerta entre las frías raíces de ese mismo árbol. La sombra del roble la oprimía. Sentía que un grito le rondaba las cuerdas vocales. Mientras los demás niños estrechaban despacio el pecho, los muslos y sus partes contra la corteza, ella retrocedía hacia el anochecer.
Una cimitarra de sol le sajó el cuello, y a continuación la agarró por el hombro una mano helada salida de la sombra más helada aún. Gilly estaba dividida en dos por la sombra y el sol. El sol y los ranúnculos la estaban llamando, pero ganaron las tinieblas. Anna tiró de Gilly hacia las tinieblas. Gilly estaba aterrorizada.
-Gilly, escúchame: tienes que tocar el árbol. Es la única manera de que olvides lo que le sucedió a mi hermana. ¿No lo entiendes? Es como cuando una persona ha estado a punto de ahogarse: ¡tengo que obligarte a meterte en el agua o de lo contrario nunca volverás a nadar!
-¡Me quiero ir a mi casa, señorita Anna! Por favor, deje que me vaya… ¡Tengo miedo!
Anna cogió a la niña por los hombros y la obligó a volver al árbol.
—¡Tócalo! ¡Tócalo!
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