Cristina Rivera Garza. La cresta de Ilión.

noviembre 19, 2021

Cristina Rivera Garza, La cresta de Ilión
Tránsito, 2020. 180 páginas.

Una noche de tormenta aparece en la casa -aislada- de un médico Amparo Dávila, una mujer que afirma ser una gran escritora y necesita refugio. Un poco más tarde llega también la antigua amante del médico. En un ambiente opresivo, una especie de dictadura en ninguna parte, las relaciones entre esos tres personajes irán conformando una historia cada vez más oscura y onírica.

Me ha encantado el ambiente que crea la autora y su prosa precisa, llena de ritmo. Un Kafka más humano al que le preocupara menos vivir en una burocracia infinita que las decisiones que puede tomar una persona para conseguir ser real.

El título hace referencia tanto al hueso ilíaco como a la ciudad de Troya. La escritora que comparte protagonismo en estas páginas, Amparo Dávila murió el mes antes de la publicación de este libro, que es una reedición modificada de la primera versión de 2002.

Muy bueno.

Me hubiera gustado que todo hubiera ocurrido únicamente de esta manera, pero no fue así. Es cierto que ella llegó en una noche de tormenta, interrumpiendo mi lectura y mi descanso. Es cierto, también, que abrí la puerta y que, al entrar, se dirigió al ventanal que da al mar. Y dijo su nombre. Y oí su eco. Pero desde que observé el hueso de la cadera, el que asomaba bajo el borde desbastillado de la camiseta y sobre la pretina de la falda floreada, ése de cuya denominación no me acordé y tras la cual me aboqué en ese mismo momento, no sentí deseo, sino miedo.
Supongo que los hombres lo saben y no necesito añadir nada más. A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que se imaginan: miedo. Ustedes provocan miedo. A veces uno confunde esa caída, esa inmovilidad, esa desarticulación con el deseo. Pero abajo, entre las raíces por donde se trasminan el agua y el oxígeno, en los sustratos más fundamentales del ser, uno siempre está listo para la aparición del miedo. Uno lo acecha. Uno lo invoca y lo rechaza con igual testarudez, con inigualable convicción. Y le pone nombres y, con ellos, inicia historias inverosímiles. Uno dice, por ejemplo: «Cuando conocí a Amparo Dávila conocí el deseo». Y uno sabe con suma certeza que eso es mentira. Pero, pese a todo, lo dice para ahorrarse el bochorno y la vergüenza. Y lo reafirma luego como si se tratara de la más urgente estrategia de defensa que, a fin de cuentas, se presiente inútil, derrotada de antemano. Sin embargo, uno necesita al menos un par de minutos, un respiro, un paréntesis para reacomodar las piezas, la maquinaria secreta, el plan de batalla, la estratagema. Uno espera que la mujer lo crea y que, al hacerlo, se vaya satisfecha a algún otro lugar con su propio horror a cuestas.
Eso esperaba de Amparo Dávila aquella noche de invierno. Y eso fue lo único que se negó a darme.
Era obvio que conocía su propio horror. Había algo en su manera de deslizarse hacia la ventana que denotó, de inmediato, tal convicción. Era evidente que estaba al tanto de lo que causaba a su alrededor. Sabía, quiero decir, que yo estaba incómodo y que tal incomodidad no disminuiría con el tiempo. Pero no hacía nada por remediarlo. En lugar de permitirme pronunciar la palabra deseo, o cualquiera de sus acepciones más cotidianas, o en lugar de darme al menos el respiro que necesitaba para escenificar tal deseo frente a ella, la mujer no tuvo piedad alguna. No me dirigió miradas seductoras ni actuó con la fragilidad de las muchachas que aparentan andar en busca de cobijo. No me hizo preguntas personales. No me dio información. Si mi terror no hubiera sido tanto, tal vez habría podido abrir la puerta una vez más para mostrarle el camino de salida. Pero he aquí la confesión con cada una de sus vocales y consonantes: le tuve miedo. Lo repito. Lo reitero. Tan pronto como no me quedó duda alguna de ese hecho, vi el paso de una parvada de pelícanos a través del ventanal. Su vuelo me llenó de dudas. ¿Adónde irían a esas horas bajo la tormenta? ¿Por qué volaban juntos? ¿De qué huían?

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