Alpha Decay, 2009. 330 páginas.
Tit. or. The contorsionist’s handbook. Trad. María Alonso Gómez.
El protagonista de esta historia es un estafador capaz de elaborar un perfil falso con toda la documentación en regla, pero tiene un problema. De vez en cuando le dan unos ataques de dolor de cabeza tan brutales que se toma todo lo que se le pone por delante y pilla una sobredosis. En el hospital, para que no lo cataloguen como un suicida y lo internen en un psuquiátrico, tiene que tener la habilidad suficiente para engañar a los evaluadores.
Tenía este libro en la mesilla de noche, sin abrir, preparado para su lectura cuando me atacó un virus intestinal que me hizo vomitar lo que no sabía que tenía dentro y encadené con una migraña terrible que apenas me permitió arrastrarme a urgencias. Allí me dieron algunos analgésicos que no cumplieron su misión porque yo, como el protagonista de la historia también he padecido dolores de cabeza que te dan ganas de arrancártela de cuajo. Era algo que tenía controlado desde hace tiempo y ha querido la casualidad que se alineara con la lectura.
Dejando de lado anécdotas personales el libro se deja leer y tiene bastante ritmo, pero un defecto en mi opinión bastante grave. El grueso de la narración está dedicado a explicar cómo hacer documentación falsa, engañar a los evaluadores, conseguir un certificado de nacimiento de sitios que hayan tenido un incendio… pero trama, lo que se dice trama, poca. Y alguna inconexa como una relación tormentosa que tiene con una mujer de una clase social alta.
Hay historias de los EEUU que aquí no tendrían mucho sentido, el protagonista entraría en la seguridad social y algún tratamiento le darían. Y falsificar un DNI le iba a acostar un poquito más. Otras reseñas: Manual del contorsionista y Manual del contorsionista
Entretenido.
Tengo que:
Centrarme, centrarme.
Acabarme el café.
Pedir permiso para salir a fumar un cigarro cuanto antes.
Pedir más café, incluso té. No soporto los refrescos.
Las cosas van así. un hospital está obligado por ley a retener a cualquiera que haya sido víctima de una sobredosis para someterlo a una evaluación psiquiátrica si la causa de la sobredosis resulta sospechosa. El evaluador psiquiátrico debe seguir un guión formado por un batiburrillo de preguntas previsibles orientadas a una serie de respuestas causa-efecto para determinar si estás deprimido o eres un maníaco, o ambas cosas a la vez (maníacodepresivo o bipolar), o un paranoico o un esquizofrénico. Como en una entrevista de trabajo, puede que tu apariencia, tu conducta y tus respuestas encajen con el perfiL, o puede que no. Y como en una entrevista de trabajo, que estés capacitado o no es lo de menos. Puede que vengas de una empresa de la competencia o que no te haya recomendado la persona adecuada. Que tu jefe sea blanco y tú no. O que no estés enseñando suficiente escote. Puede que consigas el puesto o puede que no. Puede que acabes bajo la custodia del estado o puede que no.
El evaluador ideal es aquel que luce un corte de pelo barato, un jersey pastel, alianza y reloj. Si te toca uno de esos evaluadores con personalidad que se expresan a través de la ropa, tienes un problema. Si lleva
el pelo largo, bisutería color turquesa, interpretaciones de diseño de prendas aborígenes, o pañuelos de mercadillos del tercer mundo, te encuentras ante una de esas personas a las que no les gusta trabajar para el condado y que querrían ser «curanderos». Si viste camisa de seda y gafas de sol que valen un potosí, finge que te escucha pero está pensando en su guión de cine. Su manera de vestir habla de lo que quieren enseñar, y lo que enseñan de lo que ocultan.
Hay que andarse con ojo ante la combinación «joven y aburrido», o «joven y resentido». En las reuniones sociales saltan a la vista, suelen ser recién licenciados o médicos residentes cuya conversación versa sobre síndromes, afecciones, desviaciones o trastornos, y a los que les gusta mucho, muchísimo, hablar Dialogan a base de frases inconclusas con una media sonrisa de complicidad, observan cómo tartamudeas durante la pausa, y continúan hablando.
Durante una entrevista, si haces un comentario como «¿Sabes a qué me refiero?», te responden «No, ¿por qué no me lo dices tú?». Buscan historias que contar sin importarles un rábano la confidencialidad. Juran que son capaces de ver el traje del emperador. Y nada les asusta más que admitir que un paciente «simplemente pasa por una mala época, necesita hacer ejercicio y tomar el sol». Les cuentas que le has dado una patada a una máquina de bebidas que se ha tragado la moneda y te cuelgan la etiqueta de esquizofrénico con trastorno agudo bipolar y complejo edípico. Así que es preferible contarles que no duermes bien.
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