Páginas de espuma, 2005. 130 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
Yo, en otra vida, fui avestruz
La aventura
Ulises
El grito y el silencio
El enviado
Las dos flechas de cupido
Los pecados de la carne
Paternidad
Con las mujeres nunca se sabe
El cazador
Lenguas vivas
El adelantado
La sirena
El río, el río
Exilio
Que giran todos en torno al exilio, el desarraigo, el vivir en un país o en una lengua que no es la tuya, aunque se parezca. Una selección que me ha parecido fascinante. En cuentos como La aventura, donde una mujer hace un viaje en autobús con la imaginación desatada, me sorprendió la oleada de tristeza que me invadió tras su lectura. Numerosos cuentos breves nos pintan en dos o tres páginas un Ulises alternativo o amistades que vienen y van a través de la distancia, porque también la amistad se exilia.
Pero mi preferido es el último, Exilio, especie de jardín de senderos que se bifurcan, que consigue, a través de una única protagonista, mostrarnos las múltiples caras que puede tener un exilio, y algo más.
Muy bueno.
CUANDO GIOVANNI —harto de pobreza y sediento de aventuras— decidió por fin abandonar el pueblo donde un sol tórrido malograba las cosechas, se acercó a su madre y le pidió la bendición. Pero la vieja, dándole la espalda y con los dedos en cruz, le espetó:
—Me dejas sola con tus cinco hermanas. Ellas no se casarán porque no tienen dote y yo, al quedarme sin descendencia, me moriré de pena, así que no esperes mi bendición. Te maldigo, Giovanni, te maldigo por el destino del que huyes y con el que nos cargas.
Y, acercándose al fogón, la vieja puso los dedos en cruz y escupió en la sopa. Luego, como si su hijo ya se hubiese marchado, siguió guisando. A la mesa, las cinco hermanas esperaban con la cuchara de palo en la mano.
Luego de patear al perro que intentaba seguirlo, Giovanni se alejó por el polvoriento camino. Durante todo el trayecto percibió, con los últimos olivos, el olor del puerro que sobrevolaba la aldea, un aroma que lo había acompañado desde la infancia, como una sombra.
—Nunca más, se dijo al borde del llanto y de la furia, nunca más volveré a probar este caldo de miseria.
En Génova se alistó como grumete y así, con la sal calándole el alma, llegó hasta Chile, pues no encontraba en su imaginación un lugar más remoto en donde esconderse de su familia, de su destino.
La tierra le pareció hermosa, lo deslumbró la inmensidad del mar, las montañas bravías, el vuelo omnipotente del cóndor, la riqueza de un alimento voluptuoso que crecía sin siembra en la profundidad del océano. Allí conoció a una mujer y formó hogar, trabajó como dependiente en una tienda de ultramarinos y se propuso tener un hijo. Pero no podía con el potingue de porotos que hervía su mujer y una tarde, sin pensarlo casi, tomó su maleta y, dejándole a ella y a su hijo unos pocos bienes, continuó su viaje.
Cruzó la alta cordillera y se dirigió a Buenos Aires, donde calmó en parte la nostalgia de su tierra con los platos que los cientos de emigrantes italianos preparaban en las pobres fondas y, con el ansia apaciguada, volvió a formar familia, pues le repetían en la memoria las palabras del cura de la aldea, aquello de «no es bueno que el hombre esté solo».
Si la chilena era dulce y complaciente, la porteña era hermosa y altiva, con una sangre revuelta y mestiza que a Giovanni lo volvía loco. Cuando se libraba de la tenaza de sus piernas salía a la calle, agotado, a fumar.
Vivía en un barrio de casitas bajas y calles de tierra. Allí conoció emigrantes que hablaban su idioma y se sintió casi en paz, pero no toleraba los guisos de la porteña y le era imposible tragar los granos del maíz que agregaba a la sopa, un alimento que en Italia se da a los cerdos. Y así, aunque penando de deseo, Giovanni se sintió tan afrentado que una mañana, sin siquiera despedirse, se dirigió al puerto y embarcó hacia Brasil.
Si la porteña había sido ardiente, mucho más lo era la mulata, entre cuyos firmes pechos Giovanni llegó a olvidar hasta la sopa materna que ahora —conforme se iba haciendo mayor— lo despertaba durante las noches, azorado de que las imágenes del sueño fueran olfativas. Los días se sumaron a la pesadilla, los hijos nacieron y comenzaron a andar, el almacén daba sus frutos pero no podía tragar los caldos tropicales que le ofrecía la bella así que, fiel a su destino, volvió a dejar una vida atrás y abandonó a su mujer, dejándola parida por dos veces y regentando una pensión.
Ansioso y descontento, Giovanni subió hasta Cuba y, cuando llegó, había olvidado por fin a la mulata de modo que no hubo recuerdo que le impidiera caer en los brazos de una negra cuyo deseo casi lo consumió, sumiéndolo en un vapor sin añoranzas. Así que se aposentó en La Habana donde por fin pudo descansar, y se sentaba por las tardes a la puerta de su casa a dormitar, a charlar con los vecinos que ya lo consideraban uno de los suyos. Pero un día lo despertó el aroma de la cocina de su mujer que, con un pañuelo rojo atado a las caderas estaba canturreando mientras preparaba una sopa de aguacate.
El espanto lo devolvió al océano, a Cádiz, a la aberración fría y sin vapores del gazpacho, pero ya estaba viejo y era prudente, así que esta vez comprendió que ya había probado tantas mujeres como sopas y no detuvo su deambular.
Pobre como antaño, atisbó por fin la miserable tierra en la que había nacido, los olivos, la aldea idéntica a sí misma, los ladridos de su perro que salía a saludarlo y por fin, zaherido por el aroma del puerro, por la punzada del caldo de su madre que flotaba sobre la aldea, olfateó ese vaho sabroso que lo condujo hacia la casa en donde seis ancianas aguardaban con una cuchara de palo en la mano. En silencio, con la cabeza gacha y una sonrisa de niño complacido, Giovanni se sentó a la mesa, se anudó la servilleta al cuello, recibió la bendición, y se tomó la sopa.
Un comentario
Me gusta mucho cómo escribe Clara Obligado y sus reflexiones (entre otras muchas) acerca del exilio. Lo buscaré en la biblioteca.
Saludos