Anagrama, 2013. 284 páginas.
Tit. or. Schossgebete. Trad. J.R. Pérez Müller.
Día a día de una mujer que sufrió un trauma, va a terapia y tiene sus sesiones de sexo con su marido que incluyen visitas ocasionales a un putiblub para practicar tríos.
Un horror de libro. No me ha gustado el estilo, plano planísimo con una primera persona de taller literario iniciación. No me ha gustado la protagonista, de encefalograma cero, con la que no he empatizado a pesar del trauma terrible que la persigue. Los problemas de esta pareja del primer mundo me han parecido aburridísimos.
En un solo relato del libro que me leí después (canto jo…) hay más talento y profundidad que en todas las páginas de éste. Y el caso es que a pesar de la máscara y la cháchara se dibuja a una mujer perturbada prisionera de un marido y una terapeuta y esclava de una construcción que se ha hecho a sí misma. Pero creo que no es ese el mensaje que la autora quería transmitir.
Si se ha vendido supongo que es por las escenas subidas de tono, pero no acabo de ver que hace un libro como éste en Anagrama.
Horrible.
MIÉRCOLES
El despertador suena a las seis y veinte, como todas las mañanas desde que tengo una hija. Es terrible. Hoy, de propina, tenemos lo de las lombrices. La gravedad terrestre es particularmente fuerte y devuelve el cuerpo a la cama, tengo que defenderme como gato panza arriba. Movilizo todos los resortes de mi superyó, pues anoche me acosté muy tarde. Por las mañanas me despierto en la misma posición cadavérica en la que me he dormido. Debe de ser que en el sueño no me muevo en absoluto. Es lo que se llama sueño de cadáver. Cuando me ve acostada de esa manera, Georg no es capaz de apreciar si estoy viva o muerta. A veces me pone el dedo índice bajo la nariz y siente el cálido aliento. Es lo que me dijo una vez. Ya está practicando para ver cómo será cuando me muera.
Levantarme siempre se me hace cuesta arriba. Ya de niña llegué a la conclusión de que algo va mal en este país si todo empieza tan temprano, el colé, el trabajo, los hospitales. Eso te fastidia la vida entera. En la escuela nos enseñaron que cada ser humano tiene su propio biorritmo, pero esa lección no se aplica a la realidad. Se aprende que el sistema está equivocado y sin embargo todo sigue igual. Ahora tengo
una hija y estoy obligada otra vez a levantarme muy temprano. Durante el embarazo no tenía muy claro cuánto dura lo de la responsabilidad, Dios mío, los dieciocho años se hacen muy largos.
La mañana, en realidad el día entero, siempre transcurre de la misma manera. Me levanto sola, preparo el desayuno para la niña, muesli biológico con una manzana biológica y leche biológica dentro o pan integral hecho por mi marido con queso cottage encima para que no tengamos que comer aditivos. Para mí preparo café con leche, algo que he aprendido a hacer muy bien para mi marido -aunque también saco provecho yo—, después bajo a despertar a la niña. Nunca quiere levantarse, como yo cuando tenía su edad, pero tengo que simular lo importante que es levantarse e ir al colé aunque no lo creo en absoluto. Pero tiene que prepararse para la vida, para que no se convierta en una vagabunda o en una drogadicta o acabe con el síndrome de Diógenes.
Le cuento tantos disparates que acaba levantándose de la risa. La sacudo con ambas manos diciéndole, en verano, que ha nevado o que es su cumpleaños y la felicito o que en el salón la espera un animal grande y entrañable para que tenga ese momento de susto y me diga riendo:
—Para ya, mamá, eres patética.
Es la frase que más dice a su madre desde que sabe hablar.
Así consigo que se levante. Después, como si fuera un animal recién salido del letargo invernal, tengo que atraerla hacia arriba, y ella hace plaf con los pies a cada paso para señalarme lo floja que está todavía. Todas las mañanas siento el impulso de decirle: ¿Sabes qué, cariño? Vuelve a acostarte. Hoy no vas al colé. Porque de todas formas es una memez, también llegarás a algo sin colé, seguramente incluso serás más feliz.
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