Retrato crudo y con algún toque de realismo mágico de la vida de las travestis de Córdoba a través de los ojos de la narradora, que llega a la ciudad para estudiar y por la noche convie en esa extraña familia de mujeres que viven el margen de los márgenes, llevando una vida dura y luminosa.
Destaca no solo por el retrato de una realidad dura, de un colectivo que siempre ha estado mal visto y discriminado -todavía ahora leyes como la ley trans siguen causando polémica-, también por la calidad del lenguaje, por el estilo fragmentario pero preciso que te atrapa desde el primer momento y te arrastra al vértigo de una existencia desoladora.
Momentos de amor y dolor, de sexo descarnado y ternura dolorosa, de peligro y de felicidad, en un cóctel que me ha encantado.
Muy bueno.
El Hombre Sin Cabeza apareció como una prolongación de la sombra que lo ocultaba, se acercó con su natural amabilidad, habló dos minutos aparte con los policías y ellos nos dejaron ir. La palabra de un hombre decapitado valía más que la nuestra.
Según Encarna, cada mañana El Hombre Sin Cabeza rezaba a sus dioses antes de que el sol asomara por entre los edificios y, con aquella actitud gloriosa de decapitado místico, recibía la inyección de vida que significaba el primer rayo de sol de la mañana. Luego se deslizaba hasta la cocina y ponía la pava al fuego mientras ordenaba los ingredientes del mate tal como le gustaba a su tirana novia: un dedo de té de burro, un dedo de peperina, la yerba colada, sin polvillo, una cucharada de miel y un jirón de cáscara de naranja. Luego partía a la panadería y volvía con medialunas recién horneadas que se desmoronaban en los manteles. Llegaba siempre en el momento preciso en que la pava estaba lista para el primer mate del día.
Entonces iba a despertar a La Tía Encarna, como si en realidad no la trajera del sueño sino de un hechizo de cuentos de hadas. Ella remoloneaba en la cama y se dejaba atender con devoción. «Qué hermosa estás, mi amor», eran las primeras palabras que escuchaba nuestra madre adoptiva cada vez que despertaba ahí. Y con eso era suficiente para contrarrestar el horror del mundo. Un sortilegio breve con el cual sobrevivir día a día a nuestras muertes, a la muerte de nuestras hermanas, a las desgracias ajenas, siempre tan propias.
No hay comentarios