A medio camino entre la divulgación científica y la novela empieza con un capítulo dedicado a los avances químicos que propiciaron los ataques con gases basados en el cloro de la primera guerra mundial y acaba con las discusiones sobre la interpretación de la mecánica cuántica.
A medida que avanza el libro hay menos divulgación y más ficción (y así lo reconoce el autor en las notas finales). Algo que ya se percibe, por ejemplo, cuando narra la estancia de Schrodinger en el balneario porque cuenta unos detalles íntimos que no me imaginaba aparecieran en ninguna biografía. Aunque lo que me terminó de convencer fue la discusión con Einstein sobre si dios juega a los dados porque yo ya sabía que no había ocurrido como aquí se cuenta.
El autor también afirma en las notas que aunque la ficción invada el texto no se traicionan las ideas científicas de los protagonistas, y es totalmente cierto. Cuantos textos de divulgación he leído que explican cosas que no son verdad. Aunque los hechos no sucedieran como se explican aquí, las referencias científicas son rigurosamente ciertas.
Nos queda, pues, un extraño artefacto con el que podemos aprender conceptos como en cualquier libro de divulgación pero que se lee como una novela. A mí me ha gustado la mezcla.
Recomendable.
El primer ataque con gas de la historia arrasó a las tropas francesas atrincheradas cerca del pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico. A medida que la nube se empozaba en las trincheras, cientos de hombres se desplomaron convulsionando, ahogándose en sus propias flemas, con mocos amarillos burbujeando en su boca, su piel azulada por la falta de oxígeno. «Los meteorólogos tenían razón. Era un día hermoso, el sol brillaba. Donde había pasto, resplandecía verde. Debiéramos haber estado yendo a un picnic, no haciendo lo que íbamos a hacer», escribió Willi Siebert, uno de los soldados que abrió parte de los seis mil cilindros de gas cloro que los alemanes derramaron esa mañana en Ypres. «De pronto escuchamos a los franceses gritando. En menos de un minuto comencé a oír la mayor
descarga de municiones de rifle y ametralladoras que escuché en mi vida. Cada cañón de artillería, cada rifle, cada ametralladora que tenían los franceses tiene que haber estado disparado. Jamás oí un estruendo similar. La lluvia de balas que pasaba silbando sobre nuestras cabezas era increíble, pero no estaba deteniendo el gas. El viento seguía empujándolo hacia las líneas francesas. Escuchamos a las vacas berrear y los caballos relinchando. Los franceses siguieron disparando. Era imposible que vieran a qué estaban disparando. En unos quince minutos el fuego comenzó a detenerse. Después de media hora, solo disparos ocasionales. Entonces todo volvió a estar tranquilo. En un rato el aire se había despejado y caminamos más allá de las botellas de gas vacías. Lo que vimos fue la muerte total. Nada estaba vivo. Todos los animales habían salido de sus agujeros para morir. Conejos, topos, ratas y ratones muertos en todas partes. El olor del gas aún flotaba en el aire. Colgaba de los pocos arbustos que habían quedado. Cuando llegamos a las líneas francesas, las trincheras estaban vacías, pero a media milla los cuerpos de los soldados franceses estaban esparcidos por todas partes. Fue increíble. Luego vimos que había algunos ingleses. Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos. Los caballos, aún en los establos, las vacas, los pollos, todo, todos estaban muertos. Todo, incluso los insectos estaban muertos.»
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