Insólita, 2018. 508 páginas.
Tit or. The long way to a small, angry planet. Trad. Alexander Páez.
La tuneladora Peregrina tiene una tripulación peculiar pero bien avenida. A ella se une Rosemary Harper huyendo de su pasado. Justo en el momento en el que aceptan un encargo inusual y potencialmente peligroso, crear un túnel cerca del núcleo galáctico en los dominios de una civilización bastante conflictiva.
Para ser la obra medio autopublicada de una autora desconocida está bastante mejor que muchas otras que he leído por ahí. Quizás abuse un tanto de escenas de buen rollo para tocar la fibra sensible y la construcción del mundo tenga algunas goteras, pero en conjunto todo es bastante solvente, tiene un ritmo trepidante y es muy entretenida.
No cambiará la historia de la ciencia ficción pero he disfrutado con su lectura.
Bueno.
Vivir en el espacio era de todo menos silencioso. Era algo que nunca se esperaban los que venían de un planeta. Cualquiera que se hubiera criado en una superficie planetaria necesitaba algún tiempo para acostumbrarse a los clics y a los zumbidos de una nave, el omnipresente ruido de fondo asociado a vivir dentro de un pedazo de maquinaria. Pero para Ashby, esos sonidos eran tan normales como el de su propio pulso. Podía saber cuándo era hora de levantarse por el susurro del filtro de aire sobre su cama. Cuando las rocas golpeaban contra el casco exterior con su familiar repiqueteo, sabía cuáles eran bastante pequeñas para poder ignorarlas y cuáles significaban problemas. Podía adivinar por la cantidad de estática que chisporroteaba por el ansible a cuánta distancia estaba de la persona al otro extremo. Aquellos eran los sonidos de la vida del habitante del espacio, que enfatizaban la vulnerabilidad y el distanciamiento. Eran un recordatorio de lo frágil que era estar vivo. Pero esos sonidos también significaban seguridad. Una ausencia de sonido quería decir que ya no fluía el aire, que los motores estaban apagados, que las redes antigravitatorias ya no mantenían los pies pegados al suelo. El silencio pertenecía al vacío del exterior. El silencio era muerte.
También se oían otros sonidos; sonidos que no producía la propia nave, sino la gente que vivía en ella. Incluso en los pasillos infinitos de las naves nodriza se podía oír el eco de conversaciones cercanas, pasos sobre suelos metálicos, el golpeteo sordo de un pequeño robot al trepar por las paredes de camino a reparar algún circuito oculto. La nave de Ashby, la Peregrina, tenía espacio suficiente, pero era minúscula comparada con la nave nodriza en la que se había criado. Al principio, cuando compró la Peregrina y la llenó con tripulación, incluso él había tenido que acostumbrarse a la estrechez de los habitáculos. Pero el ruido constante de la gente trabajando, riendo y discutiendo a su alrededor se había vuelto algo reconfortante. El exterior era un lugar vacío, y había momentos en los que incluso el explorador espacial más veterano contemplaría el vacío salpicado de estrellas con humildad y reverencia.
Ashby dio la bienvenida al ruido. Era tranquilizador saber que nunca estaba solo ahí fuera, sobre todo teniendo en cuenta a qué se dedicaba. Construir agujeros de gusano no era una profesión glamurosa. Los pasadizos interespaciales que recorrían la Confederación Galáctica eran tan comunes que se daban por sentados. Ashby dudaba que la gente común pensara en la tunelación mucho más de lo que cualquiera pensaría en un par de calzoncillos o en un plato de comida caliente. Pero su trabajo requería que pensara en túneles, y que pensara en ellos a conciencia. Si uno se sentaba y pensaba en ellos demasiado tiempo, imaginaba su nave flotando dentro y fuera del espacio como una aguja cosiendo… Bueno, ese era el tipo de pensamiento que hacía que una persona diera gracias por tener compañía ruidosa.
Ashby estaba en su oficina, leyendo las noticias mientras tomaba una taza de mek, cuando un sonido concreto lo hizo encogerse. Pasos. Los pasos de Corbin. Los pasos de un Corbin furioso que se dirigía directamente hacia su puerta. Ashby suspiró, se tragó la irritación y se convirtió en el capitán. Mantuvo el rostro sereno y los oídos atentos. Hablar con Corbin siempre requería un instante de preparación y un buen puñado de impasibilidad.
Artis Corbin era dos cosas: un algólogo con talento y un completo imbécil. El primer rasgo era esencial en una nave de largo recorrido como la Peregrina. Un lote de combustible amarronándose podría marcar la diferencia entre llegar a puerto o quedar a la deriva. La mitad de uno de los muelles inferiores de la Peregrina estaba ocupada exclusivamente por tinas de algas, las cuales necesitaban a alguien que ajustase de forma obsesiva el contenido de nutrientes y la salinidad. Esta era un área en la que la falta de habilidades sociales de Corbin era, de hecho, una ventaja. Aquel tipo prefería estar enjaulado en el muelle de las algas todo el día, murmurando sobre las lecturas, trabajando en la búsqueda de lo que llamaba «condiciones óptimas». Condiciones que a Ashby siempre le parecían lo suficientemente óptimas, pero no pensaba meterse en los asuntos de Corbin referentes a las algas. Los gastos de combustible de Ashby habían descendido un diez por ciento desde que subió a Corbin a bordo, y había muy pocos algólogos dispuestos a aceptar un puesto en una nave tuneladora, para empezar. Las algas ya podían ser bastante delicadas en un viaje corto, pero mantener el lote en buenas condiciones durante una travesía larga requería meticulosidad, y también aguante. Corbin odiaba a la gente, pero amaba su trabajo y se le daba de maravilla. Eso, a ojos de Ashby, lo convertía en alguien valiosísimo. Un dolor de cabeza valiosísimo.
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