Ultramar, 1989. 198 páginas.
Tit. Or. The deep range. Trad. José Mª Álvarez Flórez.
Arthur C. Clarke es todo un clásico de la ciencia ficción, y aunque su obra más conocida sea 2001, una odisea del espacio ha escrito otras obras famosas como Cita con Rama. Me pasa como con el buen doctor; no es de mis escritores preferidos pero sabes que siempre hay una calidad mínima.
No sé muy bien si es una novela en tres partes, o tres novelas cortas con el mismo protagonista. El aprendiz cuenta la historia de un astronauta que tras pasar una experiencia traumática nunca podrá volver a pilotar una nave espacial e intentan que cambie el espacio por las profundidades marinas. En El guardián nuestro protagonista ya es un miembro más de los guardianes de los océanos y debe enfrentarse a algunas misiones. Para acabar, El burócrata nos lo presenta convertido en todo un jefazo de la organización y deberá moverse en otros tipos de profundidades.
La historia es entretenida aunque no tenga mucho de ciencia ficción. Curiosa la aparición fugaz de un calamar gigante y el canto al vegetarianismo de la última parte. Para pasar el rato.
Escuchando: Pneumonia. Björk.
Extracto:[-]
El año del guardián se programaba en función del régimen de la migración de las ballenas, pero tal régimen variaba a medida que se vallaban y fertilizaban nuevas áreas del océano. Podía pasarse el verano navegando cautamente entre el hielo, y el invierno cruzando en una y otra dirección el Ecuador. Operaba a veces desde las estaciones costeras, y otras desde bases móviles como el Rorcuál, el Pequod o el Cachalote. En una estación podría estar consagrado totalmente a las grandes ballenas dentadas o a las barbudas, que literalmente sorbían del mar su alimento mientras nadaban, con la boca abierta, por el rico caldo de plancton. Y en otra estación le tocaría tratar con sus primos, tan distintos, los feroces cetáceos dentados de los que las ballenas espermáticas eran los más destacados representantes. No eran éstas mansas herbívoros, sino que perseguían y se disputaban sus monstruosas presas en las profundidades sin luz, a casi un kilómetro de los últimos rayos de sol.
Había semanas, e incluso meses, en que un guardián no veía siquiera una ballena. La oficina tenía muchas tareas en que emplear su equipo y su personal, y éstas no se reducían a los cetáceos. Todo el que tuviese relación con el mar acababa acudiendo, tarde o temprano, a la Oficina de Ballenas en busca de ayuda. A veces, estas peticiones eran trágicas; varias veces al año habían de enviar submarinos a la búsqueda, normalmente inútil, de exploradores y deportistas ahogados.
Por otra parte, corría la historia de que un senador había pedido una vez a la oficina de Sydney que localizase su dentadura postiza, perdida cuando las olas de Bondi le derribaron. Se decía que le habían enviado, con gran prontitud, las grandes mandíbulas de un tiburón tigre, con una nota exculpatoria que decía que eran aquéllos los únicos dientes que habían encontrado tras una intensa búsqueda en la playa de Bondi.
Algunas de las tareas que se encomendaban a los guardianes tenían cierto encanto, y todos deseaban desempeñarlas. Una sección muy pequeña y muy escasa de per» sonal de la Oficina de Pesquerías tenía a su cargo la extracción de perlas, y durante la estación de calma se permitía a veces a los guardianes abandonar su misión norma’ para ayudar en las zonas perlíferas.
Franklin hizo uno de tales viajes al Golfo Pérsico. Era un trabajo simple, no muy distinto de la jardinería, y como exigía sumergirse en profundidades no superiores a los setenta metros se utilizaba equipo sencillo de aire comprimido y el buceador empleaba un torpedo para moverse. Las mejores áreas perlíferas se habían repoblado cuidadosamente con razas selectas, y el principal problema era proteger a la ostra de sus enemigos naturales, sobre todo del pez estrella y de la raya. Una vez maduras, las recogían y ias subían a la superficie para inspección, uno de los pocos trabajos que nadie había logrado mecanizar. Toda perla descubierta pertenecía, claro está, a la Oficina de Pesquerías. Pero las mujeres de todos los guardianes a quienes se encomendaba esta tarea lucían al poco tiempo collares y joyas de perlas… Indra rib era una excepción a esta regla.
Recibió su collar el día que dio a luz a Peter, y con la llegada de su hijo le pareció a Franklin que el antiguo capítulo de su vida se había cerrado definitivamente.
No era así, desde luego; jamás podría olvidar (ni lo deseaba) que Irene le había dado a Roy y a Rupert, en un mundo tan remoto ahora para él como un planeta de la más lejana estrella. Pero el dolor de aquella separación irrevocable se había aplacado al fin, pues ninguna aflicción es eterna.
Estaba contento (aunque le molestaba al principio) de que no se pudiese hablar con Marte, ni, en realidad, con ningún lugar del espacio situado más allá de la órbita de la Luna. El defasaje de seis minutos debido al tiempo empleado por las ondas electromagnéticas para cubrir la distancia interplanetaria, eliminaba la posibilidad de una conversación, lo que le ahorraba la tortura de sentirse en presencia de Irene y los muchachos a través d^l visófono. Por Navidad intercambiaban cintas grabadas en las que hablaban de los acontecimientos del año; aparte de alguna carta esporádica, era éste el único contacto personal que persistía, y el único que Franklin necesitaba.
No había modo del saber si Irene se había adaptado a su práctica viudez. Los muchachos ayudaban sin duda, Pero a veces Franklin hubiese preferido saberla casada otra vez, tanto por él como por ella. Sin embargo nunca había logrado sugerírselo, y ella siempre había eludido la cuestión, al dar él indicios de querer hacerlo.
2 comentarios
Hace poco he leído «Los cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco» y, a pesar de algunos altibajos, es un libro lleno de buenas ideas. Me recuerda algo a Roald Dahl, pero frenando justo antes de dar esa vuelta de tuerca tan siniestra que es característica del escandinavo.
Ese libro es uno de los mejores de Clarke, alejado de la hard sf y lleno de humor.