Impedimenta, 2016. 290 páginas.
Tit. or. Die dunkle muse. Trad. Paula Aguiriano Aizpurua.
En el Berlín de finales del XIX el profesor de filosofía Botho Goltz asesina a una prostituta después de haber tenido relaciones con ella. Confiesa el crimen y es detenido, pero cuando llega el juicio las cosas parecen no estar tan claras como parecían, en una inteligente pero macabra jugada.
La ambientación de época y la idea de la trama no están mal, el detective aficionado que es el dibujante Bentheim tiene sus tribulaciones amorosas que están entretenidas pero el conjunto se deja leer y poco más, me ha dejado bastante frío. Hay una segunda parte de la que voy a pasar completamente. No basta con crear un buen ambiente y contar las cosas bien, también tienen que tener algo de interés.
Se deja leer.
El comisario Horlitz se inclinó para observar con más atención el trabajo del dibujante de escenas del crimen.
—Buen trabajo, Bentheim. Su talento queda demostrado una vez más.
Julius Bentheim levantó la mirada un instante y sonrió agradecido. Tenía diecinueve años y, gracias a su habilidad, se ganaba un dinero extra para costearse sus estudios de Derecho. Pasó el pulgar por un punto del papel que no consideraba muy logrado y borró una pequeña mancha de carboncillo. A continuación, cogió una pintura blanca, después un lápiz de cera, y mejoró los detalles de la imagen. Los policías le gritaban medidas de longitud y altura sin cesar. Había trazado la planta del lugar del crimen a escala 1:25, y ya solo faltaban unos pocos retoques para que el dibujo estuviese acabado.
Una vez concluyó, se puso a escuchar con atención la conversación entre Gideon Horlitz y el mensajero del antiguo Palacio Grumbkow, sede de la jefatura de policía.
—¿El profesor Goltz, dice usted?
El joven asintió y los ojos de su superior se encendieron.
—¡Caramba! Una presa importante.
—Por eso se requiere urgentemente su presencia, señor comisario. Es un auténtico caramelo para la prensa. Si se lo huelen, adiós tranquilidad.
—¿Quién más hay allí?
—Cuatro o cinco gendarmes, un juez de instrucción, un fiscal y el comisario Bissing.
Horlitz levantó una ceja.
—Y, dígame, si ya tienen un comisario, ¿para qué me necesitan a mí?
—Al parecer Bissing conoce personalmente al profesor —explicó el mensajero.
—Ajá, entiendo… —La mirada del comisario vagó por la sala hasta recaer en su dibujante. Más adelante, Julius Bentheim recordaría ese momento con martirizante claridad. Fue el instante decisivo en el que su vida tomó un rumbo que la marcaría para siempre. Y la diosa Fortuna, implacable, había decidido abrirle los ojos a los abismos del alma humana—. Señor artista —se dirigió a él Horlitz—: lo siento, pero su jornada acaba de prolongarse.
La vida despertaba poco a poco en la Marienburger Straße. Los primeros coches traqueteaban sobre los adoquines y las campesinas traían sus productos de las afueras a los mercados de la ciudad. Sin embargo, los inquilinos de la casa de vecindad aún no sabían nada del crimen que se había cometido en el ático. Julius Bentheim estaba sentado frente al comisario en un landó, un coche de cuatro plazas y cuatro ruedas cuya capota podía abrirse y cerrarse. Aquella noche de julio había sido bochornosa, así que llevaban el coche descubierto. Habían recorrido en silencio algo menos de media milla prusiana cuando el chófer llegó a su destino y detuvo los caballos.
No hay comentarios