Gigamesh , 2015. 192 páginas.
Trad. Raquel Marqués.
Algún relato de baja calidad o mala traducción había leído de los Strugatski y los había dejado de lado. Pero tanto y bueno se hablaba en la red de este Stalker que dejé de lado prejucios. Menos mal.
Mucho se ha escrito sobre los primeros contactos, pero poco tan original. Los extraterrestres han visitado la tierra, sí, pero nos han ignorado por completo. Pero los puntos de contacto ha quedado modificados: las llamadas Zonas son sitios peligrosos en los que se pueden encontrar restos de tecnología alienígena pero también trampas mortales. Hay investigación internacional, pero también personas individuales, los stalkers, que se arriesgan a entrar por su cuenta en las Zonas para vender lo que puedan encontrar.
Centrado por completo en el efecto que tiene la disrupción en el entorno y en lo duro que puede ser la vida para un stalker el único fallo que le he encontrado a la novela es que se hace corta. Historia muy bien construída y sugerente.
Mira, en aquella casa de ladrillo vivía nuestro maestro de aritmética, ese al que llamábamos el Coma. Era un pelmazo y un infeliz. Su segunda mujer lo dejó justo antes de la Visitación y su hija tenía una mancha blanca en un ojo; recuerdo que nos metíamos con ella hasta hacerla llorar. Cuando cundió el pánico, todos los vecinos del barrio, él también, salieron de casa en ropa interior y corrieron hasta el puente, seis kilómetros sin descansar. Después el Coma estuvo mucho tiempo enfermo de peste y se le cayeron la piel y las uñas. Casi todos los vecinos de aquel barrio cogieron la peste; por eso el barrio se llama así. La mayoría de los que murieron eran viejos, pero no todos. Aunque creo que no murieron por la peste, sino por el miedo. Fue horrible.
Y luego están los barrios donde la gente se quedó ciega. Ahora se llaman el Primer Barrio Ciego, el Segundo Barrio Ciego y el Tercer Barrio Ciego. No es que perdieran la vista del todo, sino que sufren una especie de ceguera nocturna. Entre otras cosas, cuentan que no se quedaron ciegos por un fogonazo (aunque dicen que también hubo un fogonazo), sino por un ruido tremendo. Dicen que fue tan fuerte que se quedaron todos ciegos de golpe. Los médicos les dicen que eso es imposible, que hagan memoria. Pero no: ellos insisten en que fue un trueno muy fuerte lo que los dejó sin visión. Y lo curioso es que nadie más que ellos lo oyó…
Nadie diría que aquí ha pasado algo. Hay un kiosco de cristal todo enterito. Más allá, un carrito de bebé delante de una puerta; incluso la manta parece limpia… Lo único raro son las antenas: están cubiertas por una especie de pelusa que parece paja. Los cuatro ojos llevan mucho tiempo observando esas antenas y devanándose los sesos, preguntándose qué será esa pelusa. Lo más gracioso es que no se encuentra en ningún otro sitio más que en las antenas del barrio de la Peste, ahí mismo, en sus narices. El año pasado tuvieron una idea. Bajaron un ancla desde un helicóptero con un cable de acero y engancharon un poco de pelusa. Cuando tiraron, se oyó un psssh. Empezó a salir humo de la antena, del ancla y luego del cable, y no era simplemente que humeara, sino que soltaba un siseo tan venenoso como una serpiente de cascabel. El piloto, a pesar de ser teniente, era bastante espabilado: desenganchó el cable y salió pitando. Y el cable se quedó colgando casi hasta el suelo, todo cubierto de la pelusa esa…
Poquito a poco llegamos al final de la calle, a la curva. Kiril me mira: ¿giro? Le hago un gesto con la mano: ¡muy despacio! El chanclo cambia de dirección y avanza despacito sobre los últimos metros de suelo humano. La acera está cada vez más cerca y la sombra del chanclo pasa sobre las zarzas. ¡Ya estamos en la Zona! El escalofrío de rigor me sacude el cuerpo. Cada vez que entro en la Zona tengo un escalofrío, y aún no sé si es la manera que tiene la Zona de darme la bienvenida o si son los nervios de stalker que se ponen alerta. Siempre pienso: cuando vuelva, les preguntaré a los otros si les pasa lo mismo. Y siempre se me olvida.
Pues nada. Vamos flotando sobre los antiguos huertos, con el motor zumbando a nuestros pies, monótono y tranquilo; a él qué más le da, no le afecta la Zona. Y entonces Tender no aguanta más. No hemos llegado ni al primer jalón que empieza a decir tonterías. A los novatos siempre se les afloja la lengua en cuanto entran en la Zona. Les castañetean los dientes, el corazón les va como loco, pierden los nervios y, aunque se mueren de vergüenza, no consiguen controlarse. A veces pienso que es como la diarrea: no te puedes aguantar y lo sueltas todo de golpe. ¡Y las chorradas que dicen! Que si empiezan con lo bonito que es el paisaje, que si filosofan sobre por qué vinieron a vernos los visitantes, que si explican cosas que no tienen nada que ver con el trabajo… Y eso es lo que está haciendo Tender: se ha puesto a hablar sobre su traje nuevo sin poder parar. Cuánto le había costado, lo fino que era el paño, los botones nuevos que le había puesto el sastre…
4 comentarios
La ciencia ficción del este es (o era) muy diferente en sus planteamientos a la occidental. Menos tecnocéntrica, más humanista, y menos reduccionista con respecto a los posibles contactos. Generalizando, que es gerundio
Picnic extraterrestre. Obra maestra. La leí 100 veces y 98 veces encontré algo nuevo.
Luis, generalización bastante correcta.
Ericz, coincidimos 🙂
Una obra maestra, meiner Meinung nach. Pide relectura ya.