Antonio Buero Vallejo. Historia de una escalera.

septiembre 16, 2022

Antonio Buero Vallejo, Historia de una escalera

Releo Historia de una escalera aprovechando que es lectura obligada para mi hija. Retrato de una España de postguerra alrededor de una escalera de vecinos de clase obrera, donde los sueños y la miseria se entremezclan de manera indisoluble.

Las ilusiones de la primera parte se ven truncadas en la segunda, donde un baño de realidad ha arrasado con todo, y donde los hijos de los inquilinos parecen condenados a repetir los mismos esquemas ¿o no? ¿Hay esperanza de cambio? Yo siempre he querido creer que es así.

Todo un clásico que no ha perdido ni vigencia ni pegada.

Muy bueno.


Fernando.— No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos… Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz… y las patatas. (Pausa.) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos…, ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo… perdiendo día tras día… (Pausa.) Por eso es preciso cortar por lo sano.
Urbano.— ¿Y qué vas a hacer?
Fernando.— No lo sé. Pero ya haré algo.
Urbano.— ¿Y quieres hacerlo solo?
Fernando.— Solo.
Urbano.— ¿Completamente?
(Pausa.)
Fernando.— Claro.
Urbano.— Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás luchar solo sin cansarte.
Fernando.— ¿Me vas a volver a hablar del sindicato?
Urbano.— No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas a luchar, para evitar el desaliento necesitarás…
(Se detiene.)
Fernando.— ¿Qué?
Urbano.— Una mujer.
Fernando.— Ése no es problema. Ya sabes que…
Urbano.— Ya sé que eres un buen mozo con muchos éxitos. Y eso te perjudica; eres demasiado buen mozo. Lo que te hace falta es dejar todos esos noviazgos y enamorarte de verdad. (Pausa.) Hace tiempo que no hablamos de estas cosas… Antes, si a ti o a mí nos gustaba Fulanita, nos lo decíamos en seguida. (Pausa.) ¿No hay nada serio ahora?
Fernando.— (Reservado) Pudiera ser.
Urbano.— No se tratará de mi hermana, ¿verdad?
Fernando.— ¿De tu hermana? ¿De cuál?
Urbano.— De Trini.
Fernando.— No, no.
Urbano.— Pues de Rosita, ni hablar.
Fernando.— Ni hablar.
(Pausa.)
Urbano.— Porque la hija de la señora Generosa no creo que te haya llamado la atención… (Pausa. Le mira de reojo, con ansiedad.) ¿O es ella? ¿Es Carmina?
(Pausa.)
Fernando.— No.
Urbano.— (Ríe y le palmotea la espalda.) ¡Está bien, hombre! ¡No busco más! Ya me lo dirás cuando quieras. ¿Otro cigarrillo?
Fernando.— No. (Pausa breve.) Alguien sube.
(Miran hacia el hueco.)
Urbano.— Es mi hermana.
(Aparece Rosa, que es una mujer joven, guapa y provocativa. Al pasar junto a ellos los saluda despectivamente, sin detenerse, y comienza a subir el tramo.)
Rosa.— Hola, chicos.
Fernando.— Hola, Rosita.
Urbano.— ¿Ya has pindongueado bastante?
Rosa.— (Parándose.) ¡Yo no pindongueo! Y, además, no te importa.
Urbano.— ¡Un día de éstos le voy a romper las muelas a alguien!
Rosa.— ¡Qué valiente! Cuídate tú la dentadura por si acaso.

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