Ediciones B, 2007. 160 páginas.
Tit. Or. Ders ausflug der toten mädchen. Trad. María Alonso.
Incluye los siguientes relatos:
La excursión de las muchachas muertas
Cartas a la tierra prometida
El fin
El primero es magistral, una obra maestra del relato. La narración de una excursión con recuerdos hacia delante que resquebraja lo idílico de la situación inyectando una tristeza fuera del tiempo. Me sorprende que sea una escritora tan desconocida, sólo he encontrado estas dos reseñas en la red: La excursión de las muchachas muertas y La excursión de las muchachas muertas.
Muy recomendable.
Por solitario y absurdo que fuera el final de su vida, nada se perdió con él, ni siquiera las más modestas de sus buenas obras. Destruir su vida era más fácil que acabar con la impronta de la misma, pues ésta permanece en la memoria de los muchos a los que un día ayudó por casualidad en el pasado. Sin embargo, ¿quién estuvo allí para ayudarla a ella cuando el primero de mayo, pese a la prohibición y las amenazas de Gerda, su marido colgó la bandera de la cruz gamada, tal como ordenaba el nuevo gobierno, para evitar que lo despidieran del trabajo? No hubo nadie, nadie que la calmara cuando, al regresar del mercado, advirtió la espeluznante bandera ondeando en su casa; subió las escaleras arrebatada por la vergüenza y la desesperación, y abrió la llave del gas. Nadie estuvo a su lado. En esos momentos se quedó sola, desamparada, pese a las numerosísimas personas a las que había tendido la mano.
Volpert se levantó y se marchó. Sentía en su interior una tristeza fría e inasible, como la escarcha. En su día había creído que sólo necesitaría recuperar la libertad para ser feliz, feliz en la inconsciencia, como un niño. Pero de pronto comprendió que la felicidad, como la infancia, pertenecía a un pasado irrecuperable. No solamente tenía el corazón escarchado, sino todas y cada una de sus ideas, de sus amigos, de sus amores; la tierra del suelo que pisaba, la cálida tierra otoñal, la herramienta que en el futuro se llevaría a la mano, el pan que comería, cada migaja y cada grano de la tierra: todo cubierto de escarcha. La sangre se secaría, pero la escarcha, que abrasa la hierba joven como una helada, había dañado hasta las raíces más profundas. Para los americanos del otro lado del mostrador, Volpert no era más que un hombre con una implacable sed de venganza que, a fin de cuentas, podría ser saciada mediante unas cuantas diligencias, como ocurre con toda sed. Pero aunque al día siguiente atraparan a Zillich, no podrían aprehender el mal del que él sólo era un tentáculo: ni siquiera así desaparecería la escarcha, igual que tampoco rebrota la hierba dañada por la helada; nada podía aliviar la tristeza de su corazón, jamás volvería a ser feliz.
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